miércoles, 29 de abril de 2009

La Solitaria

Alguna vez se dijo por ahí que en el barrio La Solitaria nunca ladraban los perros. Tal vez la gente no tenía mascotas, o sólo había gatos. La versión fue pasando de boca en boca, de padres a hijos, de abuelos a nietos y de vecinos a otros vecinos. Con un manto de morbo muchos afirmaban que les cortaban las cuerdas vocales para que no molesten con sus aullidos nocturnos.
Así las cosas, el barrio se transformó en La Solitaria, ganó su apodo por el silencio sepulcral que se adueñaba de las tardes, permanecía a la noche y jamás se iba. Se decía que todo aquello que emitiera un sonido era eliminado para no perturbar la tranquilidad de los demás. Si llegaba una ambulancia, le sacaban la sirena, y a los médicos les tenían prohibido pronunciar palabra alguna, y mucho menos detallar enfermedades mortales. Muchas madres introducían una pelota en la boca de los bebés para enseñarles a contener el llanto. Las peleas no existían porque nadie estaba autorizado a levantar la voz. La risa era una mueca que se parecía al cine mudo, y tanto autos como motos no emitían ningún sonido, ni para tocar bocina.
Otra versión decía que la gente ajena al barrio no podía permanecer más de dos horas en él porque si lo hacía quedaba mudo. Una vez un comentarista deportivo se perdió y nunca más recuperó la voz. Algún vecino lo ha visto recitar partidos de fútbol con expresiones de euforia y algunas veces de tristeza si el equipo perdía, pero nadie escuchó ni un quejido.
Los únicos que estaban a salvo eran los sordomudos. Entrar a La Solitaria era como mirar la tele con el volumen bajo o sacarle las pilas a la radio. Muchos se resistían a esta mudez obligatoria pero eran eliminados de la zona y jamás se sabía su paradero.
Algunas veces los perros abrían la boca como para ladrar y nada les salía. Por esta razón, se había corrido la voz de que La Solitaria era una zona víctima de robos y secuestros. Acaso los delincuentes de otros barrios aprovechaban para robar, ya que nadie se atrevería a gritar.
Los vendedores ambulantes también debían adaptarse. Algunos rebeldes pintaban banderas con las ofertas del día y las ponían a flamear con la ayuda del viento. Si no había viento, las sacudían para moverlas y llamar la atención de los transeúntes. Lo difícil era que no sonara el teléfono. Una luz roja era la señal de que alguien llamaba. De todas maneras nadie lo atendía por temor a pronunciar alguna palabra y molestar al vecino. Ni los heladeros eran bienvenidos en el barrio. Ese año muchos perdieron la mercadería que se les derritió bajo el sol por no poder gritar. A veces sufrían malestares estomacales por comerse todo el helado, para expresar su descontento por tremenda injusticia.
Mi abuelo Miguel fue el que me contó la historia. Algunos no le creen y es por eso que han tomado la triste decisión de encerrarlo en un geriátrico. Cada vez que voy a visitarlo comienza a hablar, como si quisiera recuperar el tiempo perdido.

6 comentarios:

Hojas Secas dijo...

Sigue Paula, que el cuento es bueno y tiene gancho. Me gustó mucho.

Ana Muela Sopeña dijo...

Buenísimo, Paula.

Me ha encantado. Surrealismo, realismo. Todo mezclado. La verdad es que es una alegoría perfecta.

Enhorabuena
Un beso
Ana

Ska dijo...

jajaja Me gusto mucho la historia de "La solitaria". Gracias por pasarte por el blog, espero que lo sigas haciendo. Un abrazo!

Anónimo dijo...

hola somos de la radio ...gracias por el comentario.y escuchanos los sabados.muy bueno tu blog

Diego Sagardía dijo...

Adelante, pues, con las historias (solitarias, o no)
Saludos.

Hojas Secas dijo...

!Hey¡ Parlanchina, veo que has andado por mi blog que tal leiste las poesías.Que te parecen? Ya he sacado el primer libro. Un abrazo. Horacio