sábado, 19 de septiembre de 2009

Camino Secreto

Me había tomado el gusto de seguirlo. No porque en realidad tuviera algún motivo justificado, ni una razón elocuente, ni siquiera pruebas fidedignas de su inmoralidad. Más bien todo lo contrario. Hacía varios años que Octavio recorría el mismo camino secreto. Una y otra vez, como si en esas cuadras escondiera un enigma que sin dudas yo no conocía. Entonces mi rutina era cambiar de disfraz, por las dudas que él se diera cuenta. Como en mis años mozos yo era modista del teatro Imperio, aún conservaba ropa de toda clase, trajes formales, sombreros coloridos y hasta vestidos que ya no podía usar porque no me entraban. Trenzaba mi cabello en largas hebras, me ponía un par de botas de montar o simplemente intentaba esconderme bajo el toldo brillante de un kiosco para pasar desapercibida.
Todos los días mi reloj cucú sonaba con puntualidad a las cinco de la tarde. Me ponía el piloto, lentes de sol y siempre llevaba una cámara fotográfica. Incluso cuando llovía. A veces me sentía como una vieja ridícula que ocupaba sus horas siguiendo al marido en vez de hacer algo más útil. No podía resistir a la tentación. Me había prometido que dejaría de lado esta costumbre enfermiza, pero al día siguiente, cuando llegaban las cinco corría para alcanzarlo como a una presa esquiva.
Yo sabía de memoria las calles que él elegía al salir de su trabajo. San Martín, Ordóñez, Aristóbulo del Valle y Mitre. El único problema era que cuando llegaba a Mitre lo perdía de vista, como si se esfumara. Algunas veces tenía la sensación de que Octavio me miraba de reojo, luego comprobaba que era una falsa alarma y volvía a mi puesto de centinela detrás de un árbol gigantesco.
No podría decir con seguridad cuánto tiempo lo seguí. Tal vez veinte años. Lo curioso es que él caminaba a paso lento, sin ningún apuro. Llevaba puesto el impecable traje, una corbata de moño y un portafolio de cuero auténtico. Sus zapatos recorrían el empedrado y su cabeza se mantenía erguida, sin desviar la vista jamás. En esas cuadras, que se me hacían interminables, juraba que daría cualquier cosa por saber la verdad. Pero era evidente que mi marido no dejaba rastro. Octavio actuaba como esos venenos que se diluyen en la sangre.
Nadie en absoluto sabía de mis habilidades detectivescas. Y si por obra del destino, o capricho de la casualidad, me cruzaba en la calle con algún conocido, le mentía diciendo que debía hacer una diligencia, o pedía disculpas por mi apuro porque el dentista me esperaba en diez minutos. De esta manera retomaba el camino para develar el misterio de Octavio.
Estaba obsesionada con este ritual que me quitaba hasta el sueño. Por las noches no podía dormir porque al acostarme, mientras Octavio roncaba con una tranquilidad admirable, yo fabricaba historias en mi mente. En ellas, mi esposo tenía una familia paralela que vivía bajo una alcantarilla, un vicio pernicioso cuyo juego consistía en matar seres humanos para obtener mayor puntaje, o salía del trabajo para reunirse con un hombre que mantenía oculto su rostro. Al amanecer, mientras él me cebaba unos mates, trataba de descubrir señales en su mirada. Pero era inútil. Sus ojos tenían la misma transparencia que en la juventud, las arrugas le daban el aspecto de un señor respetable, y su sonrisa me hacía olvidar la razón de todas mis persecuciones.
Nunca pudimos tener hijos. Tanto él como yo evadimos el tema como quien evita un conjuro malicioso. Simplemente fingimos que no nos importaba. Así fue como los amigos que nos quedaban comenzaron a formar su propio círculo, donde nosotros quedamos relegados. Sólo algunos parientes lejanos o conocidos nos frecuentaban muy de vez en cuando y en ocasiones ineludibles, como velorios o casamientos de algún familiar. Al principio yo sufría mucho la soledad, sobre todo en los horarios en que Octavio trabajaba. En vano intentaba llenar mis horas vacías con los quehaceres del hogar, que sumados a mi trabajo de modista, me hacían sentir un poco menos sola. Al regresar a casa, mi marido se quedaba sentado en el sillón escuchando algún tango en el tocadiscos, se ponía las pantuflas y a las ocho y media de la noche cenábamos sin tener mucho diálogo. Casi siempre eran conversaciones esporádicas donde él me contaba los porvenires de su empleo y yo lo escuchaba respondiendo con monosílabos mientras ponía la mesa. Luego, Octavio se dormía en el sillón con la boca abierta, hasta que lo despertaba para ir a la cama.
En aquellas horas en las que estaba sola en casa, trataba de recordar los momentos felices, como el día de nuestro matrimonio, o aquel año que habíamos viajado a Córdoba junto a una pareja de amigos. Era extraño que cuando buscaba fotos de esos instantes nunca podía encontrarlas. Una vez, haciendo limpieza general, había revuelto la casa entera y no había aparecido nada. Tenía la sospecha de que la desaparición de las fotos se relacionaba con esos paseos solitarios que mi marido solía tener. Cuando me invadía ese sentimiento nostálgico, miraba objetos del pasado, y siempre lo hacía en las horas en que él no estaba. El ropero matrimonial que ambos compartíamos parecía un museo. La ropa estaba ordenada por épocas, por estaciones o por color. En mis inútiles intentos de que las cosas fueran como antes, revolvía todo y aspiraba el aroma casi lejano de la naftalina en cada prenda.
Al menos una vez al mes sumaba esta rutina a mi ferviente deseo de cazadora oculta. Hubo una ocasión en la cual encontré el ropero vacío, del lado correspondiente a Octavio. Fue un segundo. Al abrir la puerta, la ropa ya no estaba en su lugar: ni las camisas de seda, ni las corbatas de moño, ni los mocasines. Mi reacción inmediata fue llorar hasta el cansancio, creyendo que él me había abandonado. No podía admitir que Octavio me traicionara luego de tantos años de matrimonio. Sentía un profundo dolor que me hervía la sangre y me dejaba sin fuerzas.
Una mañana lluviosa me sentí muy enferma. Me dolía todo el cuerpo y la fiebre me subió de repente. Mi principal frustración fue pensar que por primera vez en veinte años no podría seguirlo a Octavio en su camino secreto. Ya que en otras oportunidades lo había hecho igual, aún convaleciente. Mis años no me perdonarían salir de la cama un día como hoy. Tomé un antifebril con la esperanza de sentirme mejor, pero con el correr de las horas mi salud empeoró cada vez más. Dormí para recuperar fuerzas. Puse el despertador a la cuatro de la tarde para darme un baño y así bajar la fiebre. No podía fallar en mi rutina habitual. Si lo dejaba solo, nunca sabría su secreto.
Desperté helada. Los golpes en la puerta sonaban con la firmeza de un martillo. Quería levantarme de la cama para atender, pero mi cuerpo no respondía. Estaba tiesa como una roca. Miré mi reloj cucú para comprobar que eran las seis. Mi voz salió como un hilo débil, a punto de cortarse. Los golpes no cesaban. Hasta que escuché el ruido de un manojo de llaves. Le había dado una copia a la vecina de al lado, por cualquier emergencia. La mujer entró al dormitorio y me vio acostada. Mantuvimos una conversación durante varios minutos. Le dije que debía salir, que se me hacía tarde para realizar un trámite y cerraba la oficina municipal. Traté de erguirme, de mover los brazos, las piernas y no pude. Mi cuerpo no daba señales de ningún movimiento. La vecina me consoló diciendo que lo importante era estar viva. Entre lágrimas, le conté todo lo de Octavio y ella sólo sonrío. Con esa sonrisa de compasión de los que están a salvo de la locura.