sábado, 2 de enero de 2010

Sacrificio

“Se olía, como se huele a quemazón, el olor a podrido del agua revuelta”
Juan Rulfo.



Qué malas mañas. Desde que murió Hijitus ella cambió demasiado. Guarda que no fue por la edad, nada que ver. Yo la quise convencer para enterrarlo en el patio y casi me manda a freír churros. Y conste que en esa época no existían los cementerios para mascotas. El pobre perro ya estaba más cerca del arpa que de la guitarra. No quería comer, y cuando lo llamaba, ni movía la cola. Entonces hablé con el veterinario de la otra cuadra para que lo sacrificara. Si daba pena verlo. Era un lamento ese animal. Pero ella nunca estuvo conforme. Me acuerdo que fue un 25 de noviembre. Alcira estaba en el museo de cera, donde trabajaba cosiendo la ropa para los muñecos .Aproveché para llevarlo a la veterinaria. A mí se me partió el corazón, pero Hijitus ya tenía los días contados, y era mejor eso que verlo sufrir. Ahora que ya pasaron dos años me arrepiento de semejante locura.
Me acuerdo como si fuera hoy. La primera vez que me llegó la jubilación fui hasta el banco de la avenida para cobrarla. Y justo cuando iba a cruzar, un perro marca perro fue atropellado por un auto. Me quedé con la boca abierta por la sorpresa, y no es que yo fuera muy perrero, pero este bicho me sacó unos lagrimones. De casualidad pudo contar el cuento. Lo alcé y pude ver que la había sacado barata. Sólo tenía una patita lastimada. Como Alcira estaba de franco justo ese día, decidí darle una sorpresa y llevárselo de regalo. Llegué a casa con el perro a upa y ella misma llamó al veterinario. Le puso de nombre Hijitus. Calculo que tendría en esos momentos 4 o 5 meses. Cuando se recuperó del accidente, el perro se hizo inseparable de mi mujer. Iba con ella a todos lados. Al almacén, a comprar el diario, y la esperaba en la puerta de la iglesia durante la misa. Se hacía querer por todos.
No me olvido más del día que lo hice sacrificar. Volví a casa y ella estaba lavando la ropa. Me preguntó dónde estaba el perro, porque tenía que darle la pastillita que le habían recetado para los dolores en los huesos. Hacía media hora que lo buscaba y no lo había encontrado por ninguna parte. No me quedó otro remedio que decirle la verdad. Desde ese mismo día, no me habló más. Francamente yo no le di importancia. Pensé que era pasajero. Pero me preocupé cuando pasaron varios meses y no me dirigía la palabra. Así empezó todo.
Alcira enloqueció. Cada nuevo aniversario de la muerte de Hijitus le prendía velas y rezaba para que volviera, le dejaba comida en su plato, llamaba al veterinario de madrugada para que lo venga a ver, y una vez le puso la correa a un muñeco de felpa y lo sacó a pasear. Ahí me avivé que estaba más loca que una cabra. Se me había ido de las manos. Muchas noches se levantaba de la cama y salía al patio a buscarlo, con la excusa de que el bicho estaba en la casa del vecino porque su perra estaba alzada. Si hasta decía que lo escuchaba torear en la terraza.
Un día le traje otro pichicho. Fui a la perrera municipal y busqué uno parecido a Hijitus. Pensé que se pondría contenta, pero me sacó de raje. Gritó como loca y me dijo que ella no necesitaba otro, que ya lo tenía a Hijitus. Por suerte mi sobrina se quedó con el animal. Ese mismo verano quise que fuéramos de vacaciones a Villa Carlos Paz, así Alcira me daría un respiro. Ella se puso cada vez peor. Me dijo que era un insensible y que nunca me hacía cargo de Hijitus. Mi sobrina se ofreció a “cuidarlo” para que pudiéramos viajar. Pero ella la insultó y le dijo que nunca más pisara nuestra casa.
Nuestro matrimonio andaba mal. Siempre las peleas eran a causa del perro. Muchas veces, cuando daba vueltas en la cama pensaba que Hijitus sería un santo, por el sólo hecho de haber soportado a mi señora. Luego, me quedaba mosca en el sillón del comedor, porque ella me sacaba de la cama para que él subiera, decía que estaba moribundo, y que por lo menos no era un ingrato como yo. Después, me cansaba de todo y me iba a jugar a las bochas con los muchachos del club. Al volver, todo seguía igual. Hubo veces que sentía olor a perro. Me preguntaba si yo también estaba perdiendo la cabeza. Las cosas no podían empeorar más, pensaba con resignación.
A pesar de estar jubilado, busqué un trabajito en una gomería del barrio. Pensé que me haría bien estar unas horas fuera de casa. El sueldo no era mucho, pero yo lo hacía con gusto. Me levantaba a las cinco de la mañana, tomaba unos mates amargos, me pegaba una afeitadita y caminaba tres cuadras hasta la gomería. A veces tenía la sensación de que alguien me seguía, entonces daba vuelta la cabeza para mirar y no había nadie. Durante el tiempo que trabajé en lo del Rulo las cosas parecieron calmarse y me sentía un poco mejor. Un día, al Rulo tuvieron que operarlo y lo tuve que reemplazar como dos meses. Entonces cada vez tenía menos tiempo para estar en casa. Solamente volvía para comer algo. Al principio, Alcira me cocinaba algún guiso de lentejas o una sopa de verduras, después de comer me tiraba media horita hasta que llegaba el momento de irme. Con el paso del tiempo noté que ella estaba en otro mundo. Me ignoraba. Como el Rulo quedó postrado en una cama, su hijo menor me rogó para que me hiciera cargo de la gomería, dijo que me aumentaría el sueldo. No pude negarme. Le debía muchos favores y no tenían a otra persona de confianza. De paso, no me vendrían mal unos mangos extra.
Alcira seguía trabajando en el museo de cera, pero ya no era la misma persona con la que yo me había casado hacía cuarenta años. En realidad, nunca nos había faltado nada. Tampoco tirábamos manteca al techo, pero estábamos bien. Cada vez que yo volvía de la gomería ella seguía haciendo las mismas locuras. Llenaba el fuentón para bañar a Hijitus, le hablaba dándole órdenes como si él pudiera oírla y se iba a la plaza durante largas horas para darle un paseo en el carrito de madera que yo le había construido hace mucho, cuando ya no pudo caminar más. Por momentos, trataba de hacerla entrar en razón, le decía que Hijitus estaba en el cielo y ya no volvería. Pero luego abandoné la lucha, porque ella se ponía más violenta conmigo y eso me hacía subir la presión por las nubes. Una vez quise ponerle una señora para que la acompañara mientras yo no estaba. Y cuando lo supo, puso el grito en el cielo, diciendo que yo tenía una “querida” y la iba a meter de prepo en nuestra casa. Esto tampoco funcionó. Supongo que yo esperaba que ocurriera un milagro y que Alcira volviera a la normalidad. Pero las cosas no podían ser peor.
Un domingo que ella estaba en misa me quedé en casa escuchando tango mientras tomaba unos mates. Sonó el teléfono. Era el jefe del museo. Conversamos durante media hora y me dijo que ya no podía tenerla como empleada, que realmente lo sentía, pero las cosas eran así. Me quedé mudo durante unos segundos. El hombre me contó que ella charlaba con los muñecos de cera, y los llamaba como si fueran perros. Además les dejaba un recipiente con agua y les daba nombres. Luego comenzó a ponerles un líquido para las pulgas. A pesar de estar al tanto del estado mental de mi mujer, esto me cayó como un balde de agua fría. Otras de las cosas que me confesó, no sin cierto pudor, fue que la descubrió, en un arranque de furia, rompiendo todo el vestuario de los muñecos. El problema era que esos trapos, no eran sólo trapos. Tenían un valor importantísimo para el patrimonio nacional, según me dijo con esas palabras que no entendí demasiado bien. De todas maneras me avivé que esto era más grave de lo que creía.
Al día siguiente llegó el telegrama de despido. Lo abrió y lo tiró al tacho de basura, como si nada pasara. Por supuesto no me dio ninguna explicación. A partir de ese momento los días se me hicieron interminables. El hijo del Rulo me quiso dar una semana de vacaciones, que rechacé porque no soportaba la idea de estar las 24 horas con Alcira. Me daba mucha culpa sentirlo, pero esto fue la gota que rebalsó el vaso. Prefería vivir encerrado entre la grasa y la oscuridad de la gomería que aguantar a mi mujer. Había veces que me quedaba haciendo trabajo extra, por más que no me lo exigieran. Con el correr del tiempo ella desmejoró y eso se notaba en la casa. Cuando volvía a cenar, me la encontraba aferrada a su estampita o hablando sola. Todo era una mugre, se acumulaban los platos sucios del día anterior, el alimento para el perro estaba por todos los rincones de la casa y hasta las flores del jardín estaban secas. Cuando abría la heladera, salía desde adentro un olor a podrido que me provocaban ganas de vomitar. En varias oportunidades debía descongelarla yo mismo, y tirar a la basura la comida en mal estado. Para mí, era increíble en lo que se había convertido Alcira. Ella, mi mujer. La recordaba en otras épocas, siempre arreglada, limpia, que olía a colonia. Esta nueva esposa parecía un chiste pesado que la vida me hacía.
Nunca iba a almorzar a casa. Pero ese día, el hijo del Rulo estaba en la gomería charlando con un cliente y me dio permiso para salir. Pensé que sería una buena oportunidad para comer un churrasco con ensalada en el bar de la esquina, tal vez, con suerte, la invitaría a Alcira. A veces extrañaba ese olorcito a carne, y creí que esto nos haría bien a los dos. Estaba triste, pero a la vez alegre. Quién sabe porqué. Así que me puse la boina a cuadros, la campera y caminé hasta casa. Al llegar, sólo había silencio. Entre despacio, dejé la boina sobre el televisor y la llamé. Era raro que no tuviera la radio prendida, ni la oyera rezar en voz alta, o llamar a Hijitus desde la pieza. Pensé que estaría dormida sobre el sofá de cuerina, pero no fue así. En el patio, las hojas tapaban los resumideros, había ropa sucia que colgaba de la soga con un solo palito y los yuyos estaban altísimos. Tampoco estaba allí. Tal vez en el baño. La bañera tenía sarro acumulado y ni siquiera había jabón, el piso estaba resbaladizo, como si alguien se hubiera bañado. No podía entender lo que pasaba. La llamé varias veces hasta que mi propia voz retumbó y sentí que el corazón se me salía del pecho. ¿Acaso ella estaba en el museo? ¿O en el almacén del barrio? Con dificultad, y bastante agitado, subí la escalera caracol hasta la terraza. La mugre lo tapaba todo. Las baldosas estaban cubiertas de caca de perro, los rincones de orina. Demás está decir que el olor era insoportable. Me tapé la nariz con un pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Cada vez comprendía menos. Bajé con mucho cuidado porque siempre le había temido a las alturas. Y a mi edad, ya no podía darme el lujo de quebrarme una pierna. Mi preocupación aumentaba. Alcira no estaba por ningún lado. Miré el reloj de pared, y ya había pasado una hora. Revisé el dormitorio, la cama estaba revuelta y olía a perro sucio. Mis pantuflas rotas, todas deshilachadas, bajo la mesita de luz. Ya no sabía qué hacer, ni qué pensar. Se me cruzaron miles de ideas por la cabeza, pero no lograba mantener la calma ni por un instante. Mis manos transpiraban a más no poder, y sentía deseos de orinar.
Realmente no sabía si llamar a la policía o a la ambulancia. Mis nervios me estaban matando. Por las dudas, fui hasta la cocina y agarré el único cuchillo de carnicero que tenía afilado. Caminé muy lento hasta llegar al pequeño galpón donde guardaba mis herramientas. Ahí estaba. Sucia como jamás la había visto, en cuatro patas y comiendo alimento del plato de Hijitus. Al arrimarme, solamente gruñó y me quiso morder el brazo. Tuve que sacrificarla. No me quedó otro remedio.