domingo, 5 de octubre de 2008

Ceremonia

Desde hace veinte años Rubén trabaja en la casa funeraria de la calle Ocampo. Digamos que vive encerrado en esos largos pasillos en los que a toda hora entran y salen coches fúnebres decorados con inútiles flores que el tiempo se encargará de marchitar. Piensa que a la muerte hay que tomarla con calma, y evita esas palabras de consuelo que se tornan absurdas ante lo inevitable. Rubén es un hombre calvo, de unos sesenta y pico de años y heredó el negocio familiar cuando su padre falleció.
Hijo único y soltero por decisión propia, siempre pasó las horas maquillando los cadáveres para cada funeral y haciendo uso de la discreción en los momentos necesarios. Antes su sueño era maquillar a estrellas del espectáculo, pero las cosas se dieron así. Aprendió a aceptar su profesión como un hombre admite los defectos de un ser querido. Le tocó maquillar mujeres pálidas, que él trató de restaurar sus encantos con un poco de base. En algunas oportunidades no podía contener el llanto al ver cadáveres que ahora lucían amarillentos por los efectos de un cáncer y en otro instante tenían las mejillas encendidas. Lo mejor que él podía hacer era devolverles una buena imagen de lo que fueron en vida.
No le quedaba ningún familiar. Él mismo se ocupó del sepelio de su padre, sus tías y algunos parientes lejanos. Utilizó fotos de ellos para rescatar la imagen de cada uno y así poder recordarlos. Los maquilló con absoluta dedicación antes de la despedida.

Los primeros años fueron bastante difíciles, ver tantos difuntos le provocaba nauseas y al regresar a su departamento tenía pesadillas. Para Rubén no hubo muerte más triste e inaceptable que la de un bebé recién nacido, ese recuerdo le quedó impreso en la memoria para siempre. El blanco ataúd parecía una broma pesada en medio de la sala mortuoria y las flores no servían para disipar tanto dolor.
Al principio vivía en un departamento cerca de la casa funeraria, pero cuando su padre murió, Rubén debió mudarse ahí mismo. Se instaló en un pequeño cuartito donde antes guardaban objetos inservibles y puso una cama. Completaban el mobiliario un velador y un ropero que era de su papá. La habitación lucía bastante sencilla, ni siquiera tenía una ventana. Sólo una claraboya de forma ovalada, y ese olor a formol que la casa entera parecía conservar, como si ella también hubiera muerto.
Nunca fue un gran conversador, sólo se limitaba a contestar las preguntas que los clientes le hacían. Algunos deudos tenían exigencias a la hora del funeral que Rubén cumplía sin mostrar asombro, podría haber escrito un libro con todas las anécdotas de cada velorio. Una vez los familiares de un fallecido, hicieron fabricar un ataúd con forma de biblioteca donde colocaron todos los libros del difunto, que era un lector empedernido y un accidente le había provocado la ceguera total. Decían que ahora que estaba con Dios, éste le devolvería el don de la vista al llegar al cielo. Y no fue sólo esta experiencia. Hubo el caso de unos hermanos gemelos que a la edad de ochenta años decidieron ir juntos a un prostíbulo y al parecer el corazón les falló a ambos en pleno acto sexual. La familia le pidió que los maquillen para disimular las marcas de las mordidas que tenían por todo el cuerpo. Los parientes que fueron al funeral creyeron que los ancianos habían sido ferozmente atacados por una jauría. Nunca supieron la verdad. Rubén aún recuerda a una mujer que se había suicidado y la descubrieron ahorcada en la cocina, mientras la comida se cocinaba a fuego lento y olores más agradables invadían el ambiente. El desdichado marido la encontró con una nota en la mano. Al llegar los policías descubrieron que no era de despedida, sino una receta de cocina, la única inconclusa. Él se empecinó en dejarle comida a la esposa por si tenía hambre en el más allá, y con el correr de las horas, en pleno verano, el cajón despedía un olor nauseabundo que no era precisamente del cadáver. La gente, por respeto, no dijo nada y soportó el fétido aroma durante todo el velorio.
Sería interminable la lista de sucesos que no se condecían con la ceremonia de la muerte. Desde muertos equivocados que la funeraria debía devolver a sus deudos originales como quien regresa un producto en mal estado, hasta gente que en pleno funeral discutía a los gritos por cuestiones económicas, dejando al fallecido solo en el cajón, y propinándose golpes de puño en la calle. A Rubén nada parecía perturbarlo, a estas alturas permanecía inmune a la muerte.
Se esforzó por ayudar a los demás y estar presente en el dolor ajeno en el peor de los momentos. Las noches se hicieron un poco largas, viendo llorar a personas con rostros distintos, nombres extraños y muertes traumáticas. Hubo veces en que la misma muerte se le antojó como una obra teatral, repetida cada día por diferentes actores.



Una mañana Rubén quiso moverse pero le resultó imposible, no tenía percepción de su propio cuerpo. Cuando intentó escapar descubrió que él mismo maquillaba su propio cadáver que yacía en una camilla de acero inoxidable.
La ambulancia llegó puntual. Dos hombres vestidos de blanco lo subieron y le colocaron la camisa de fuerza.
Fue un día tan opaco como cualquier otro.