sábado, 19 de julio de 2008

La Parlanchina



Un viaje

Paula Escudero


Arriba del micro todo comenzó a desdibujarse, las vacas se convirtieron en una mancha confusa mezcla de blanco y negro, los árboles en hojas borroneadas, monigotes garabateados en verde intenso, los campesinos en puntitos lejanos cabalgando sin rumbo fijo. Cada gota de una lluvia intensa golpeó con rudeza las ventanillas, el olor a barro traspasó aquel recinto donde las horas nunca parecían transcurrir, donde cada ser humano repetía algunas acciones como una guarda decorativa: los pasajeros roncaban con la boca semiabierta, con los ojos en pleno movimiento del sueño, otros escuchaban música sólo para sus oídos mientras dejaban escapar alguna estrofa desafinada y los más valientes sufrían los vaivenes del baño sobre cuatro ruedas.
Cuando despertó, Nicanor supo que algo raro pasaba. No tenía idea de la hora, ni tampoco del lugar. Las nubes anunciaban tormenta en esos colores grisáceos que parecían comerse el cielo de un bocado, las vacas habían desaparecido, las voces del resto de los pasajeros eran nada más que tibios murmullos inalcanzables al oído humano. Se irguió en su lugar, y dio vuelta la cabeza para mirar a los demás. Sorprendido, descubrió que sólo quedaban en el último asiento una madre que parecía milenaria junto a su hija de 7 u 8 años. Ninguna de ellas lo miró, como si no existiera. Hablaban en una jerga intermitente mientras la madre tejía con lanas de distintos colores. Eran dos extrañas en un micro que no llegaba a destino. Trató de acercarse al chofer, un gordo lleno de tatuajes con gorra de marinero que vestía una bermuda azul oscuro y una camisa arrugada. El tipo no contestó a ninguna pregunta, sólo dibujó una mueca en su rostro y siguió manejando mientras Nicanor perdía las esperanzas de saber su paradero. Ahora sí, estaba perdido. Con la incierta compañía de tres personas, y sin poder comunicarse. Esto le pasaba por quedarse dormido, para colmo el frío se sentía, y no tenía una campera, ni una manta. Descubrió que había subido al micro equivocado. Ya era tarde, ahora tenía que saber dónde estaba, en medio de esa inmensidad. A la madrugada, el coche quedó vacío, hasta el chofer se bajó en un paraje lleno de camiones donde abundaban viejos jugadores de naipes, cocineras gordas con perfume a frito y prostitutas desvencijadas vestidas en tonos fosforescentes, que fumaban en una mesa contigua a la de él. No podía encontrar un cartel indicador, ni una sola persona que hablara español, todos eran un tumulto de voces extrañas en la noche cerrada. A duras penas, por medio de señas, se hizo entender. El estómago le crujía tanto que se devoró la sopa grasienta que le trajo una vieja que atendía el bar. El hambre pudo más, nunca en su sano juicio él hubiese comido semejante asquerosidad, pero esa era otra cuestión. Sin dudas este viaje era lo de lo más inesperado.
Más tarde todos los que estaban allí se quedaron dormidos, muchos a la intemperie, a pesar del frío, otros sobre casas rodantes destartaladas que eran la mejor opción. Sólo quedaron los olores en el aire noctámbulo, restos de comida saqueada por las moscas y la luz titilante del neón que alumbraba el bar con un nombre bastante contradictorio, se dijo Nicanor: El Milagro.
Pensó en una alternativa para pasar la noche. Caminó varias cuadras donde las casitas eran pequeñas, las luces permanecían apagadas y no se veía ni un pájaro. Nada que respirara. De madrugada y con los chispazos de una tormenta eléctrica que brotaba de las nubes, Nicanor llegó hasta una Iglesia muy antigua. La puerta estaba abierta, y desde adentro salía un olor a humedad intenso. Los santos decoraban las paredes, con ojos que tenían vida propia en el silencio duradero y aterrador. Los confesionarios cerrados escondían los secretos de mucha gente del lugar, penas ocultas que algún sacerdote debía guardar en su memoria. Las velas se mantenían encendidas a pesar del viento que entraba a escondidas, los feligreses sin duda dormían bajo techo, a salvo de sus propios pecados. Le daban un poco de miedo las iglesias, pero la lluvia era cada vez peor y no conocía esa ciudad. Así, se quedó dormido, abrazado a la mochila que llevaba como único equipaje sentado en esos bancos interminables que la gente solía usar para asistir a la misa.


Al despertar no entendía nada, se vio rodeado de un grupo religioso con hombres, mujeres y niños que oían el sermón de pie. Nadie advirtió su presencia, los cánticos llenaron el lugar como un eco y varias ancianas caminaron con esas canastas pequeñas para pedir la limosna correspondiente. El cura, que parecía de origen africano, pronunció un discurso incomprensible que acompañó con movimientos de manos y gestos exagerados ante la presencia de un grupo de fanáticos que se colgaban de la sotana a los gritos.
Quería hablar con alguna persona y no le salían las palabras. Sentía ganas de llorar, de pedir ayuda y estaba solo. Perdido en ese lugar desconocido. Tal vez alguien de su familia lo reclamara. No podía recordar ni la fecha, ni la hora solamente su nombre, que discretamente anotó en un papel de caramelo para no olvidarlo.
Salió de la Iglesia con la mochila al hombro cuando unos pájaros negros se le posaron sobre la cabeza dando brincos y moviendo las alas de manera incontrolable. Los espantó con ambas manos hasta que treparon a la copa de un árbol. Caminó varios kilómetros sin tomar un descanso, ya no sentía ni hambre, ni sed, ni ganas de ir al baño. El sol le daba en la cara, los pies seguían deambulando por un camino de tierra laberíntico en busca de otro ser humano. Luego de un rato, se cruzó con una pareja de ancianos que le resultaba familiar, ambos vestían con atuendos de otra época. Pasaron de largo en una vieja máquina agrícola que levantaba polvareda en su andar. Nicanor quiso gritarles, pero las palabras no querían salir de su garganta. Como si las hubiera olvidado. Ellos, desaparecieron fundidos en el horizonte sin dejar ni siquiera un rastro, ni una huella.
Su memoria tenía huecos que lo hacían dudar de la realidad, le pesaban los ojos como piedras gigantescas, las manos le sudaban con un leve temblor y por momentos creía ver seres muy similares a los suyos, réplicas exactas que se diluían al instante. Con mucha dificultad logró llegar hasta El Milagro cuando el atardecer despuntaba, y el sol se escondía con la astucia de un ilusionista. Las mesas vacías no tenían rastros de vida, las casas rodantes abiertas invitaban a los intrusos y los árboles yacían mudos. Creyó sentir el mismo olor a la sopa grasienta de la noche anterior, el choque de los cubiertos en esos platos ordinarios, los gritos de la gorda cocinera llamando a los comensales. Miró en todas direcciones. Las prostitutas con el cigarrillo encendido, los viejos jugando a los naipes, el cura africano dando la misa, los feligreses clamando en los oscuros confesionarios y el recorrido que dejaban las velas con el humo al encenderse. La nena con su madre tejían como siempre, el chofer tatuado mantenía intacta esa mueca intrigante encendiendo el motor.
Nicanor, saludó a cada uno de ellos con un leve movimiento de la mano derecha y emprendió el viaje de regreso.