miércoles, 20 de agosto de 2008

El reemplazante

Yo estaba completamente solo en el mundo. Había perdido a mis familiares en un accidente automovilístico, y por una depresión profunda no tenía trabajo estable, ni donde caerme muerto. Parece que mi oficio anterior ya estaba en vías de desaparecer, como un animal en extinción. Hoy día ya nadie necesitaba una persona como yo, para arreglarle los electrodomésticos, hasta las familias menos pudientes adquirían productos nuevos. Sin nadie a quien pedirle ni una moneda, se me ocurrió una idea de esas salvadoras.
Decidí poner un aviso en Internet, donde figuraba mi foto y un texto que titilaba en la pantalla con esta frase: “Rubén Quinteros, reemplazo a cualquier familiar o amigo en situaciones límites. ¡No dude en llamarme! Presupuesto sin cargo”. A continuación, un texto detallaba los pormenores del servicio que yo brindaba para aquellos que tuvieran la necesidad de escapar de sus monótonas vidas, mientras los reemplazaba ocupando su lugar. Nada despreciable para cualquier ser humano atareado.
Sinceramente, nunca creí que alguien podría recurrir a tan extraño servicio. Me equivoqué. Al encender la computadora, encontré el mensaje de un tipo que se parecía mucho a mí. La única diferencia en la foto que me enviaba, era que Ricardo Ayala tenía los ojos verdes. En todo lo demás, éramos dos réplicas exactas. Ambos de cabello corto renegrido, ojos achinados, y de un metro ochenta de estatura. Lo sorprendente, era que hasta el tono de voz compartíamos. Sólo pude “conocer” a Ricardo a través de la cámara web, que él mismo había instalado en un hospedaje secreto donde se hallaba oculto.
Recuerdo nuestra conversación, me dijo:
-¿Rubén Quinteros?
-Sí. ¿Es usted Ricardo Ayala?
-Sí, señor. Yo quería contratarlo por dos meses. Este es mi plan: Resulta que mi matrimonio se está desmoronando y ya no aguanto más esta situación.
-¿De qué manera podría ayudarlo?
-Usted debería reemplazarme sólo por dos meses, fingir que soy yo. Eso me daría tiempo para emprender un viaje y pensar qué hago con mi vida. Mi familia vive en el barrio de San Martín Milagroso, a pocas cuadras de su domicilio. Hace veinte años que estoy casado con Norma Paredes y tengo dos hijos, Juan Ignacio y Macarena. Mi mujer es una compradora compulsiva que me está llevando a la ruina. Los chicos, viven encerrados en su cuarto, ni amigos tienen. Un desastre mi vida. Con decirle que acá ni el perro se salva. Un dogo argentino que Norma hizo adiestrar por si entran ladrones. Una locura. Si ya no existen los robos, eso era en el pasado. Bueno, espero que me haya comprendido. Le dejaré su pago virtual cuando esto finalice. Bah, si es que decide aceptar.
-Mire, Ayala. Yo soy un hombre solitario. No tengo compromisos de ninguna clase, ni ataduras familiares. Así que si quiere, mañana mismo comenzamos. ¿Podría enviarme una filmación para conocer las caras de mi nueva familia?
-No se preocupe Quinteros. Ya mismo se la enviaré. Gracias y que tenga suerte.
-Nos vemos a la vuelta de su viaje.

Después de estudiar los rostros de la familia Ayala, me aprendí de memoria hasta los gustos personales de cada hijo, las fechas de cumpleaños, y otros menesteres para convertirme en el nuevo Ricardo Ayala. Estaba tan ansioso que no pude dormir. De todas maneras, no tenía nada que perder.
Al día siguiente, entré a la casa atravesando un pequeño jardín donde un dogo argentino de gran porte casi me convierte en su menú del día. El perro, me saltó con las dos patas delanteras hasta que logré tranquilizarlo con una extraña canción de cuna que el verdadero Ricardo Ayala me había enseñado, por si el animal no reconocía mi olor. Como su olfato ya estaba en plena decadencia, logré escapar de su acecho. En la puerta de entrada, que se comunicaba con el patio donde estaba el dogo, una mujer alta de cabello ondulado lo llamó con un gesto despreocupado, como si se tratara de un caniche, o un salchicha y no de esa mole amenazante de color marfil.
-¡Judas! ¡Judas! Vení con mamita a comer dulce de leche.
Mi corazón era una batucada incesante. Si el perro me hubiese reconocido como un impostor, estaba frito. La señora era Norma Paredes, que con una cucharada de dulce de leche había tranquilizado a Judas. Yo no podía creer que semejante perro comiera dulce de leche. Ayala había olvidado contarme esto. Por suerte yo estaba entero. Aunque no era muy creyente, era el momento ideal para agradecerle a Dios.
Para parecerme más a Ricardo, me había puesto unos lentes de contacto de color verde, que convencieron a Norma. Ella nunca tuvo dudas de quien era yo. Con eso, me las arreglaría al menos por dos meses. Claro que aún no estaba resuelta una cuestión. ¿Qué haría cuándo ella me buscara para tener relaciones sexuales? No lo sabía. Algo se me ocurriría para evadirla, de lo contrario sería hombre muerto. Lo único que me faltaba, pensé. Resolverle la vida a este tipo, resolverle la muerte (si me pescaba con su mujer) y encima ad honorem.
Macarena tenía sólo diez años. Era la menor de los Ayala. Y tan caprichosa como su madre. Si no le daban lo que pedía era capaz de alterar los decibeles máximos que cualquier tímpano podría soportar con sus grititos histéricos y un llanto aterrador. Juan Ignacio había cumplido el mes pasado catorce años. Nunca hablaba con nadie. Estaba con la computadora todo el día, hasta que se quedaba dormido sobre el escritorio. Ambos pichones de Ayala eran dos pequeños tiranos cuya madre no se molestaba en ponerles límites. Por lo que supe, con el correr de los días, Ricardo Ayala era un bohemio que nunca había transpirado ni una gota de sudor para mantener a su familia. Los padres de Norma Paredes los mantenían a ambos. Por eso, Norma derrochaba el dinero en cursos inútiles sobre el alma de los gnomos espirituales y prendas que nunca usaba.
Ahora comprendía la razón por la cual Ricardo Ayala quería escapar de su familia, esconderse bajo tierra como un topo.
Fue un mes agotador, con discusiones acaloradas en las cuales Norma nunca me daba la razón, compraba miles de objetos inútiles con la tarjeta de crédito y yo me quedaba horas en el baño, para no oír sus reproches. Debía soportar a mis hijos postizos que le hacían la vida imposible hasta al pobre de Judas que les gruñía ya sin ganas. Tenía que ser valiente, ya que sólo me quedaba un mes más y pronto volvería a recuperar la libertad.
Perdí la cuenta del tiempo que transcurrió desde ese día en que llegué a la casa. Hasta hoy. Me ví en el espejo del baño y ya me están saliendo algunas arrugas alrededor de los ojos. Mi relación amorosa con Norma se transformó en un contrato tácito de indiferencia mutua. Los chicos ya empezaron la facultad, tanto Macarena como Juan Ignacio no están en todo el día. El único que me juró fidelidad eterna es Judas, que quedó completamente sordo y ya no recuerda ni cómo asustar a los posibles intrusos.
A veces no sé quien soy. Si Ricardo Ayala o Rubén Quinteros.