viernes, 7 de agosto de 2009

El aprendiz


Aunque todavía le faltaban muchas cuadras para bajar del colectivo, El Gallo miró por la ventanilla y no pudo evitar que algunos pensamientos se le aparecieran. Recordó cada encargo con un dejo de nostalgia y se dio cuenta de que ese era el fin de su exitosa carrera. Como en el caso de otros sicarios, El Gallo nunca tuvo una vida triste ni miserable, nada que justifique enfundar un arma y volarle los sesos a un pobre diablo. Así como algunos eligieron ser médicos o contadores él siempre soñó con matar algún corrupto y verle la cara de espanto al saber que había llegado la hora señalada.
Para él cada ser humano podía significar un puñado de billetes, así que mantenía el celular encendido las 24 horas ya que siempre aparecía algún cliente que, en la mitad de la noche, le reclamaba sus servicios. Y ahí salía El Gallo vestido de riguroso traje para cumplir con su tarea. Empresarios, políticos, narcotraficantes, esposos infieles y estafadores era sus principales presas. Generalmente los mataba con un arma y cuidaba que la víctima esté sola, ya que no le gustaban los escándalos. Todos los recursos eran buenos a la hora de cumplir con su objetivo. Armaba la puesta en escena para suicidios repentinos, accidentes hogareños o supuestos robos.
Nunca le había faltado dinero, más bien todo lo contrario. Igual prefería viajar en colectivo para pasar desapercibido y observar el comportamiento de la gente. Un hobby secreto que El Gallo tenía desde siempre.
Ese era el momento de retirarse. Había recibido muchas amenazas, sobre todo de tipos que decían estar al tanto de algunas de sus “limpiezas” y se la tenían jurada. Nunca el miedo le había parecido tan certero como ahora. Su instinto le marcaba el camino y no estaba dispuesto a contradecirlo. Con setenta años en su haber y treinta de servicio estaba cansado de pisar los bordes de la muerte. Tenía ganas de disfrutar de sus hijos y nietos, que nunca sospecharon el oficio que él desempeñaba. O tal vez eso creía El Gallo.
La noche se adueñó del colectivo y el chofer no se molestó en encender las luces. Ya quedaban pocos pasajeros hasta que todos bajaron en sus respectivas paradas y El Gallo se quedó solo. Sentado en él último asiento miró a su alrededor para confirmar que no hubiera nadie más. Cerró los ojos pensando que todavía faltaban muchas calles para llegar a su casa, y el sonido de una lenta respiración lo sorprendió. Saltó del asiento cuando una mano le tocó el hombro con fuerza. La figura lánguida y borroneada de un pibe se le apareció de la nada. El chico no tendría más de catorce años, vestía una bermuda color marrón y una remera con la cara del diablo sonriente. Una gorra con visera completaba el atuendo. Lo curioso es que no tenía pies y su voz se escuchaba lejana.
El Gallo lo miró otra vez, para confirmar si era real o sólo una pesadilla, quizás producto de su estrés. El chico le dedicó una sonrisa y lo sacudió hasta despertarlo por completo. Se sentó a su lado y le habló como si fueran viejos amigos.
-¡Por fin lo encuentro, Gallo!
-Me parece que voy a tener que abandonar algunas drogas. Estoy a la miseria, si hasta veo personas sin pies.
-Hace un año que lo buscaba. La verdad que es agotador.
-¿Estoy delirando? ¿Quién sos? Esto no puede ser real. Creo que la cabeza ya no me funciona.
- Todas las noches me subo al colectivo 32, el que usted toma y nunca lo encuentro. Siempre viene lleno. Lo bueno es que ahora ya no pago boleto.
El Gallo trató de tocarle el brazo y su mano pasó de largo. Era la primera vez que charlaba con un fantasma. Por un minuto dudó si su cerebro estaba fallado. El colectivo siguió el recorrido como si nada pasara. Así como a él le pagaban para matar a personas indeseables, el chofer se ganaba la vida transportando personas, o tal vez aparecidos.
El pibe se sacó la gorra y no se apartó del Gallo ni por un segundo. Siguieron conversando.
-Necesitaba hablar con Ud, Don Gallo.
-Te aclaro que lo de “Don” está de más.
-Bueno, está bien. No sea cabrón.
-Vos estás muerto. Ahora lo recuerdo todo.
-Fue terrible…El día que me mataron. Un pibe me cortó los pies, mientras Sixto me pegaba un tiro en la cabeza. Dos asesinos. Esos hijos de puta.
-¿Y yo qué diablos tengo que ver en todo esto?
-¿No se acuerda de mí? Yo vivía en la misma villa que Sixto Rodríguez. El viejo vendía armas y le robaba los clientes a mi tío Eusebio.
-Ahora creo recordarlo. Eusebio me contrató para que lo limpie a Sixto. Pero el muy cobarde se enteró de todo. Por eso antes de que yo lo “hiciera suicidar” se vengó. Sabía que tu tío iba a dejarte el negocio.
-Viejo de mierda. Siempre fue un mal bicho.
-¿Para qué viniste? Odio los fantasmas. Siempre dormí con la luz encendida, desde que era un chico. Eso no se lo cuentes a nadie.
-Mire Don Gallo. Quisiera darme un gustito antes de irme.
-Pibe, yo ya estoy retirado. Sólo llevo el arma por cábala. Y no me gusta que me llames “Don”.
-¿Se acuerda de las veces que lo jodí para que me enseñara el oficio, Don?
-Sí, ya me tenías podrido. Pensé que algún día me dejarías en paz. Ahora me acuerdo. ¿Sabés que pasa nene? Estas cosas no son para cualquier perejil. Vos sos de otro palo.
-Da igual. Si ya estoy muerto.
-No me gusta que me lleven la contra. Ya me faltan pocas cuadras para llegar a casa.
-¿Qué le cuesta enseñarme algunos truquitos? Dele, no sea pijotero Don.
El Gallo se levantó con dificultad del asiento. Tenía las piernas entumecidas de tanto estar sentado. Al llegar a la esquina, el chofer frenó y él bajó del colectivo.
El pibe seguía a su lado. Los pies no le hacían falta para ser un asesino a sueldo.