domingo, 25 de octubre de 2009

La Mugre

La Mugre

Si hay una cosa que detesto en la vida es la gente mugrienta. No puedo tolerar la ropa tirada por toda la casa, la cama deshecha y el tacho de basura que desborda de residuos hasta desmayarme del olor. Es un asco vivir así. Será por eso que desde muy joven, y hasta que el cuerpo dijo basta, me dediqué a la limpieza de casas. Respondí a un aviso en el diario local donde pedían una empleada doméstica para un señor que vivía solo. Ofrecía un sueldo bastante respetable y la única contra era que la casa quedaba a una hora de distancia. Como yo estaba desempleada no lo dudé un instante y salí bien temprano, ya que tenía que tomar dos colectivos.
Bajo un manto de lluvia y embarrada hasta la médula, llegué diez minutos antes de la hora de la entrevista y esperé a ser atendida. La casa era muy elegante, rodeada de un jardín enorme y realmente me impactó. Cuando aún no salía de mi asombro, una vieja encorvada salió a recibirme y me hizo un par de preguntas básicas sobre mi vida personal, empleos anteriores y otras nimiedades. Me rogó que fuera reservada si me interesaba conseguir el trabajo y agregó que el dueño de la casa estaba de viaje y ella era la casera. Sólo me dijo que el hombre se llamaba Zacarías Álvarez Toledo y era un famoso escritor. La mujer prometió avisarme a lo de una vecina, ya que me habían cortado el teléfono por falta de pago.
En el camino a casa, tuve un mal presentimiento y me arrepentí de haber pisado esa mansión. Aquella vieja me daba escalofríos y ni siquiera había conocido a quien tal vez se convertiría en mi patrón. De todas formas, debía esperar y tener paciencia.
Por la noche, me fue imposible dormir. Daba vueltas en la cama, escuchaba gotear la canilla del baño y el ruido de los gatos en la terraza persiguiendo hembras en celo se parecía a un lamento que me ponía la piel de gallina. Como no conciliaba el sueño, me levanté para tomar un vaso de leche tibia. Así, se hicieron las dos de la mañana cuando me quedé dormida sobre la mesa de la cocina.
Los golpes en la puerta me despertaron. Un puño firme no dejaba de azotarla. Quería levantarme y atender pero me resultaba imposible. Mi mente me decía que sí, pero mi cuerpo estaba rendido y por lo visto no era capaz de obedecer a las órdenes. El último golpe me hizo saltar de la silla. Era mi vecina, doña Juana.
Le abrí con dificultad, hasta que la llave cedió a los caprichos de la humedad y ella entró. Con cara de vinagre, me dijo:
-Son las cuatro de la mañana. Acaba de sonar mi teléfono. Me llamó una señora, preguntando por Ud. Y dijo que es por un empleo. Un tal Álvarez Toledo la espera a las seis y media en punto.
Me quedé sin palabras, e intenté enmendar la molestia ofreciéndole unos mates a mi vecina. Ella dio un portazo y se fue, enfundada en una vieja bata rosa.
Miré el reloj con desconfianza. Eran las cuatro y diez. Debía bañarme, vestirme y con suerte tomar el primer colectivo hasta la plaza principal, de ahí el segundo hasta la casa de mi futuro empleador.
A las seis y veinticinco estaba allí. La misma mujer que me había entrevistado me llevó por una escalera caracol hasta un cuarto atestado de libros viejos y un olor a humedad que me recordaba a los museos. La vieja, me dio una lista interminable de instrucciones y me dejó con varios elementos de limpieza encerrada en aquel lugar donde la luz sólo ingresaba por una mínima claraboya.
Un poco ansiosa y con la intriga que me carcomía los huesos, por no haber conocido aún a Don Zacarías, me puse a limpiar el cuarto, a desempolvar la mugre de cada libro y a sacar con un plumero la colección de telarañas que colgaban de las paredes. Los estantes de esa biblioteca se ramificaban hasta el techo y no dejaban ni un espacio libre. Sentía ese profundo hedor que a menudo se confundía con la humedad. En cada rincón de la habitación, salía un olor como a podrido, o quizás a un alimento en mal estado.
Al llegar el mediodía, la vieja casera me abrió la puerta y entró para hablarme. Yo seguía entretenida con la mugre acumulada de ese lugar, lustrando unos viejos candelabros de bronce.
-Bueno, supongo que ya habrá terminado con la limpieza-me dijo con una mueca de antipatía.
-Sí, señora. Dígame por donde sigo.
-No. Eso es todo. El señor Álvarez Toledo me dio órdenes estrictas de que limpie ese cuarto solamente. Él se encuentra de viaje, así que yo le daré las directivas.
-Bueno, entonces será hasta mañana.
-Hasta mañana.
Así, después de diez años que me parecieron siglos, me convertí en la mucama mejor paga del escritor más famoso. Pero la duda me picaba como un insecto molesto en pleno verano. Tenía que saber quien era ese señor que pagaba mi sueldo a fin de mes y del que aún no conocía su cara.
Me habían ofrecido hospedarme en un cuarto cercano al de la casera, y tenía un buen pasar económico. Lo raro era que yo sólo limpiaba la biblioteca y ninguna habitación más. El señor Zacarías brillaba por su ausencia, y no me atrevía a preguntarle a nadie por qué aún no me lo habían presentado.
Hasta que una noche la curiosidad pudo más.
Mis pesadillas frecuentes me atormentaban y una fuerza me obligaba a saber la verdad. Me estaba jugando el empleo, si descubría algo ilegal. Pero ya no aguantaba más. Todavía en camisón y con pantuflas salí a recorrer la casa con una linterna escondida en el puño, por si alguien me descubría. La casa estaba en silencio, nadie parecía estar despierto. En realidad, yo no sabía si alguien más habitaba el lugar. Recorrí cada habitación, iluminando los rincones para ver si descubría algo extraño.
Los muebles estaban impecables, despedían un aroma a madera recién lustrada, los pisos en damero brillaban bajo la luz de mi linterna y cada objeto parecía estar en su lugar. Todo pulcro y ordenado. Pero algo me llamó la atención. El olor nauseabundo se mantenía firme, invadiéndolo todo. Con un nudo en la garganta, escuché unos pasos en la cocina y me escondí bajo la mesa hasta que el ruido se hizo lejano. Tal vez la vieja me había pescado metiendo las narices en donde nadie me llamaba. El cuerpo me temblaba y sentía unas ganas de estornudar imposibles de ocultar. Gracias a Dios, la persona, quien quiera que fuese, ya se había ido.

Al año siguiente me encontraba realizando la limpieza, como todos los días, cuando una baldosa floja me hizo resbalar. Caí en un sótano profundo. Casi me quiebro una pierna pero tuve suerte, sólo fueron algunos rasguños.
Mis ojos no daban crédito a las cosas que vi. En una especie de biblioteca gigante, ordenados como si fueran libros, yacían los cadáveres de una decena de muchachas jóvenes, vestidas con sus uniformes de mucamas. En un mueble principal, un hombre vestía un traje y llevaba un par de anteojos muy elegantes. Su cuerpo estaba en descomposición y una pulsera de oro delataba la identidad de un esqueleto carcomido por las alimañas: Zacarías Álvarez Toledo.
Nunca le dije nada a nadie. Sólo supe por una vecina que la casera era la esposa del escritor y harta de sus amantes, que eran las mucamas que él mismo seleccionaba, se hizo cargo del asunto.
Ese mismo día, presenté mi renuncia.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Camino Secreto

Me había tomado el gusto de seguirlo. No porque en realidad tuviera algún motivo justificado, ni una razón elocuente, ni siquiera pruebas fidedignas de su inmoralidad. Más bien todo lo contrario. Hacía varios años que Octavio recorría el mismo camino secreto. Una y otra vez, como si en esas cuadras escondiera un enigma que sin dudas yo no conocía. Entonces mi rutina era cambiar de disfraz, por las dudas que él se diera cuenta. Como en mis años mozos yo era modista del teatro Imperio, aún conservaba ropa de toda clase, trajes formales, sombreros coloridos y hasta vestidos que ya no podía usar porque no me entraban. Trenzaba mi cabello en largas hebras, me ponía un par de botas de montar o simplemente intentaba esconderme bajo el toldo brillante de un kiosco para pasar desapercibida.
Todos los días mi reloj cucú sonaba con puntualidad a las cinco de la tarde. Me ponía el piloto, lentes de sol y siempre llevaba una cámara fotográfica. Incluso cuando llovía. A veces me sentía como una vieja ridícula que ocupaba sus horas siguiendo al marido en vez de hacer algo más útil. No podía resistir a la tentación. Me había prometido que dejaría de lado esta costumbre enfermiza, pero al día siguiente, cuando llegaban las cinco corría para alcanzarlo como a una presa esquiva.
Yo sabía de memoria las calles que él elegía al salir de su trabajo. San Martín, Ordóñez, Aristóbulo del Valle y Mitre. El único problema era que cuando llegaba a Mitre lo perdía de vista, como si se esfumara. Algunas veces tenía la sensación de que Octavio me miraba de reojo, luego comprobaba que era una falsa alarma y volvía a mi puesto de centinela detrás de un árbol gigantesco.
No podría decir con seguridad cuánto tiempo lo seguí. Tal vez veinte años. Lo curioso es que él caminaba a paso lento, sin ningún apuro. Llevaba puesto el impecable traje, una corbata de moño y un portafolio de cuero auténtico. Sus zapatos recorrían el empedrado y su cabeza se mantenía erguida, sin desviar la vista jamás. En esas cuadras, que se me hacían interminables, juraba que daría cualquier cosa por saber la verdad. Pero era evidente que mi marido no dejaba rastro. Octavio actuaba como esos venenos que se diluyen en la sangre.
Nadie en absoluto sabía de mis habilidades detectivescas. Y si por obra del destino, o capricho de la casualidad, me cruzaba en la calle con algún conocido, le mentía diciendo que debía hacer una diligencia, o pedía disculpas por mi apuro porque el dentista me esperaba en diez minutos. De esta manera retomaba el camino para develar el misterio de Octavio.
Estaba obsesionada con este ritual que me quitaba hasta el sueño. Por las noches no podía dormir porque al acostarme, mientras Octavio roncaba con una tranquilidad admirable, yo fabricaba historias en mi mente. En ellas, mi esposo tenía una familia paralela que vivía bajo una alcantarilla, un vicio pernicioso cuyo juego consistía en matar seres humanos para obtener mayor puntaje, o salía del trabajo para reunirse con un hombre que mantenía oculto su rostro. Al amanecer, mientras él me cebaba unos mates, trataba de descubrir señales en su mirada. Pero era inútil. Sus ojos tenían la misma transparencia que en la juventud, las arrugas le daban el aspecto de un señor respetable, y su sonrisa me hacía olvidar la razón de todas mis persecuciones.
Nunca pudimos tener hijos. Tanto él como yo evadimos el tema como quien evita un conjuro malicioso. Simplemente fingimos que no nos importaba. Así fue como los amigos que nos quedaban comenzaron a formar su propio círculo, donde nosotros quedamos relegados. Sólo algunos parientes lejanos o conocidos nos frecuentaban muy de vez en cuando y en ocasiones ineludibles, como velorios o casamientos de algún familiar. Al principio yo sufría mucho la soledad, sobre todo en los horarios en que Octavio trabajaba. En vano intentaba llenar mis horas vacías con los quehaceres del hogar, que sumados a mi trabajo de modista, me hacían sentir un poco menos sola. Al regresar a casa, mi marido se quedaba sentado en el sillón escuchando algún tango en el tocadiscos, se ponía las pantuflas y a las ocho y media de la noche cenábamos sin tener mucho diálogo. Casi siempre eran conversaciones esporádicas donde él me contaba los porvenires de su empleo y yo lo escuchaba respondiendo con monosílabos mientras ponía la mesa. Luego, Octavio se dormía en el sillón con la boca abierta, hasta que lo despertaba para ir a la cama.
En aquellas horas en las que estaba sola en casa, trataba de recordar los momentos felices, como el día de nuestro matrimonio, o aquel año que habíamos viajado a Córdoba junto a una pareja de amigos. Era extraño que cuando buscaba fotos de esos instantes nunca podía encontrarlas. Una vez, haciendo limpieza general, había revuelto la casa entera y no había aparecido nada. Tenía la sospecha de que la desaparición de las fotos se relacionaba con esos paseos solitarios que mi marido solía tener. Cuando me invadía ese sentimiento nostálgico, miraba objetos del pasado, y siempre lo hacía en las horas en que él no estaba. El ropero matrimonial que ambos compartíamos parecía un museo. La ropa estaba ordenada por épocas, por estaciones o por color. En mis inútiles intentos de que las cosas fueran como antes, revolvía todo y aspiraba el aroma casi lejano de la naftalina en cada prenda.
Al menos una vez al mes sumaba esta rutina a mi ferviente deseo de cazadora oculta. Hubo una ocasión en la cual encontré el ropero vacío, del lado correspondiente a Octavio. Fue un segundo. Al abrir la puerta, la ropa ya no estaba en su lugar: ni las camisas de seda, ni las corbatas de moño, ni los mocasines. Mi reacción inmediata fue llorar hasta el cansancio, creyendo que él me había abandonado. No podía admitir que Octavio me traicionara luego de tantos años de matrimonio. Sentía un profundo dolor que me hervía la sangre y me dejaba sin fuerzas.
Una mañana lluviosa me sentí muy enferma. Me dolía todo el cuerpo y la fiebre me subió de repente. Mi principal frustración fue pensar que por primera vez en veinte años no podría seguirlo a Octavio en su camino secreto. Ya que en otras oportunidades lo había hecho igual, aún convaleciente. Mis años no me perdonarían salir de la cama un día como hoy. Tomé un antifebril con la esperanza de sentirme mejor, pero con el correr de las horas mi salud empeoró cada vez más. Dormí para recuperar fuerzas. Puse el despertador a la cuatro de la tarde para darme un baño y así bajar la fiebre. No podía fallar en mi rutina habitual. Si lo dejaba solo, nunca sabría su secreto.
Desperté helada. Los golpes en la puerta sonaban con la firmeza de un martillo. Quería levantarme de la cama para atender, pero mi cuerpo no respondía. Estaba tiesa como una roca. Miré mi reloj cucú para comprobar que eran las seis. Mi voz salió como un hilo débil, a punto de cortarse. Los golpes no cesaban. Hasta que escuché el ruido de un manojo de llaves. Le había dado una copia a la vecina de al lado, por cualquier emergencia. La mujer entró al dormitorio y me vio acostada. Mantuvimos una conversación durante varios minutos. Le dije que debía salir, que se me hacía tarde para realizar un trámite y cerraba la oficina municipal. Traté de erguirme, de mover los brazos, las piernas y no pude. Mi cuerpo no daba señales de ningún movimiento. La vecina me consoló diciendo que lo importante era estar viva. Entre lágrimas, le conté todo lo de Octavio y ella sólo sonrío. Con esa sonrisa de compasión de los que están a salvo de la locura.

viernes, 7 de agosto de 2009

El aprendiz


Aunque todavía le faltaban muchas cuadras para bajar del colectivo, El Gallo miró por la ventanilla y no pudo evitar que algunos pensamientos se le aparecieran. Recordó cada encargo con un dejo de nostalgia y se dio cuenta de que ese era el fin de su exitosa carrera. Como en el caso de otros sicarios, El Gallo nunca tuvo una vida triste ni miserable, nada que justifique enfundar un arma y volarle los sesos a un pobre diablo. Así como algunos eligieron ser médicos o contadores él siempre soñó con matar algún corrupto y verle la cara de espanto al saber que había llegado la hora señalada.
Para él cada ser humano podía significar un puñado de billetes, así que mantenía el celular encendido las 24 horas ya que siempre aparecía algún cliente que, en la mitad de la noche, le reclamaba sus servicios. Y ahí salía El Gallo vestido de riguroso traje para cumplir con su tarea. Empresarios, políticos, narcotraficantes, esposos infieles y estafadores era sus principales presas. Generalmente los mataba con un arma y cuidaba que la víctima esté sola, ya que no le gustaban los escándalos. Todos los recursos eran buenos a la hora de cumplir con su objetivo. Armaba la puesta en escena para suicidios repentinos, accidentes hogareños o supuestos robos.
Nunca le había faltado dinero, más bien todo lo contrario. Igual prefería viajar en colectivo para pasar desapercibido y observar el comportamiento de la gente. Un hobby secreto que El Gallo tenía desde siempre.
Ese era el momento de retirarse. Había recibido muchas amenazas, sobre todo de tipos que decían estar al tanto de algunas de sus “limpiezas” y se la tenían jurada. Nunca el miedo le había parecido tan certero como ahora. Su instinto le marcaba el camino y no estaba dispuesto a contradecirlo. Con setenta años en su haber y treinta de servicio estaba cansado de pisar los bordes de la muerte. Tenía ganas de disfrutar de sus hijos y nietos, que nunca sospecharon el oficio que él desempeñaba. O tal vez eso creía El Gallo.
La noche se adueñó del colectivo y el chofer no se molestó en encender las luces. Ya quedaban pocos pasajeros hasta que todos bajaron en sus respectivas paradas y El Gallo se quedó solo. Sentado en él último asiento miró a su alrededor para confirmar que no hubiera nadie más. Cerró los ojos pensando que todavía faltaban muchas calles para llegar a su casa, y el sonido de una lenta respiración lo sorprendió. Saltó del asiento cuando una mano le tocó el hombro con fuerza. La figura lánguida y borroneada de un pibe se le apareció de la nada. El chico no tendría más de catorce años, vestía una bermuda color marrón y una remera con la cara del diablo sonriente. Una gorra con visera completaba el atuendo. Lo curioso es que no tenía pies y su voz se escuchaba lejana.
El Gallo lo miró otra vez, para confirmar si era real o sólo una pesadilla, quizás producto de su estrés. El chico le dedicó una sonrisa y lo sacudió hasta despertarlo por completo. Se sentó a su lado y le habló como si fueran viejos amigos.
-¡Por fin lo encuentro, Gallo!
-Me parece que voy a tener que abandonar algunas drogas. Estoy a la miseria, si hasta veo personas sin pies.
-Hace un año que lo buscaba. La verdad que es agotador.
-¿Estoy delirando? ¿Quién sos? Esto no puede ser real. Creo que la cabeza ya no me funciona.
- Todas las noches me subo al colectivo 32, el que usted toma y nunca lo encuentro. Siempre viene lleno. Lo bueno es que ahora ya no pago boleto.
El Gallo trató de tocarle el brazo y su mano pasó de largo. Era la primera vez que charlaba con un fantasma. Por un minuto dudó si su cerebro estaba fallado. El colectivo siguió el recorrido como si nada pasara. Así como a él le pagaban para matar a personas indeseables, el chofer se ganaba la vida transportando personas, o tal vez aparecidos.
El pibe se sacó la gorra y no se apartó del Gallo ni por un segundo. Siguieron conversando.
-Necesitaba hablar con Ud, Don Gallo.
-Te aclaro que lo de “Don” está de más.
-Bueno, está bien. No sea cabrón.
-Vos estás muerto. Ahora lo recuerdo todo.
-Fue terrible…El día que me mataron. Un pibe me cortó los pies, mientras Sixto me pegaba un tiro en la cabeza. Dos asesinos. Esos hijos de puta.
-¿Y yo qué diablos tengo que ver en todo esto?
-¿No se acuerda de mí? Yo vivía en la misma villa que Sixto Rodríguez. El viejo vendía armas y le robaba los clientes a mi tío Eusebio.
-Ahora creo recordarlo. Eusebio me contrató para que lo limpie a Sixto. Pero el muy cobarde se enteró de todo. Por eso antes de que yo lo “hiciera suicidar” se vengó. Sabía que tu tío iba a dejarte el negocio.
-Viejo de mierda. Siempre fue un mal bicho.
-¿Para qué viniste? Odio los fantasmas. Siempre dormí con la luz encendida, desde que era un chico. Eso no se lo cuentes a nadie.
-Mire Don Gallo. Quisiera darme un gustito antes de irme.
-Pibe, yo ya estoy retirado. Sólo llevo el arma por cábala. Y no me gusta que me llames “Don”.
-¿Se acuerda de las veces que lo jodí para que me enseñara el oficio, Don?
-Sí, ya me tenías podrido. Pensé que algún día me dejarías en paz. Ahora me acuerdo. ¿Sabés que pasa nene? Estas cosas no son para cualquier perejil. Vos sos de otro palo.
-Da igual. Si ya estoy muerto.
-No me gusta que me lleven la contra. Ya me faltan pocas cuadras para llegar a casa.
-¿Qué le cuesta enseñarme algunos truquitos? Dele, no sea pijotero Don.
El Gallo se levantó con dificultad del asiento. Tenía las piernas entumecidas de tanto estar sentado. Al llegar a la esquina, el chofer frenó y él bajó del colectivo.
El pibe seguía a su lado. Los pies no le hacían falta para ser un asesino a sueldo.

sábado, 30 de mayo de 2009

Microrrelatos Locos

La oreja

El chino lleva puesta una bata y un pantalón ancho. Mis ojos miran sin disimulo que está descalzo. Elijo algunos sahumerios y me cobra. Me despide. Abre la puerta con amabilidad. De repente, sin abandonar nunca la sonrisa que tiene, me aprieta la oreja izquierda con fuerza y me dice: Para las buenas energías.
Con una sonrisa le digo: Gracias.
Todavía me duele la oreja.


Olvido

Una sombra golpea a mi puerta. Al abrirle, descubro que es una extraña mujer.
Como quien hace un trámite burocrático, me pregunta si aquí es donde dejó a su pequeño hijo. Le digo que no, con un leve movimiento de cabeza.
Cuando se aleja, la veo tocando cada uno de los timbres de la cuadra.



Un Dios aparte


Son dos. Ya se nos arriman. ¿Celular? No. ¿Plata? No.
Con un arma en la cintura se apoderan de la escena. Le decimos no. No.
Le ofrezco el buzo.
Ahí mismo lloro, las lágrimas se me escapan solas.
Uno de los ladrones me consuela. Ya está. Me dice.
Nos vamos a casa.
Lloro hasta quedar seca. Estoy viva.



Cargo de conciencia

Acabo de matar un mosquito. No es un simple homicidio.
Acerco mis ojos como un zoom fotográfico y lo miro. Está vacío. La sangre ajena le brota.
¿Es o no es un Aedes?
Con un poco de alivio y un poco de culpa compruebo que no.



Una nueva oportunidad



Olaf está decidido. Se sube al balcón, y sin pensarlo, se suicida.
Mientras cae, observa las plantas de los otros balcones, siente que el aire le atraviesa el cuerpo y se arrepiente.
5, 4, 3,2..2,3,4,5.




¡Que suerte que te fuiste!


Se supone que debería llorar junto a él. Proclamar lo bueno que fue. Inventarle un pasado decente y un alma bondadosa. Pero no puedo. La risa me invade como un demonio.
Mientras, le ruego a Dios no tener que aguantarlo en el más allá.




Una familia muy normal


Un día fatal la familia Gutiérrez desaparece. La madre se cansa de su rol maternal y decide ir al boliche. El padre se aburre de la copa libertadores y viaja al Sur de mochilero.
¿Y los mellizos?
Los mellizos se abstienen de nacer. Por las dudas.

miércoles, 29 de abril de 2009

La Solitaria

Alguna vez se dijo por ahí que en el barrio La Solitaria nunca ladraban los perros. Tal vez la gente no tenía mascotas, o sólo había gatos. La versión fue pasando de boca en boca, de padres a hijos, de abuelos a nietos y de vecinos a otros vecinos. Con un manto de morbo muchos afirmaban que les cortaban las cuerdas vocales para que no molesten con sus aullidos nocturnos.
Así las cosas, el barrio se transformó en La Solitaria, ganó su apodo por el silencio sepulcral que se adueñaba de las tardes, permanecía a la noche y jamás se iba. Se decía que todo aquello que emitiera un sonido era eliminado para no perturbar la tranquilidad de los demás. Si llegaba una ambulancia, le sacaban la sirena, y a los médicos les tenían prohibido pronunciar palabra alguna, y mucho menos detallar enfermedades mortales. Muchas madres introducían una pelota en la boca de los bebés para enseñarles a contener el llanto. Las peleas no existían porque nadie estaba autorizado a levantar la voz. La risa era una mueca que se parecía al cine mudo, y tanto autos como motos no emitían ningún sonido, ni para tocar bocina.
Otra versión decía que la gente ajena al barrio no podía permanecer más de dos horas en él porque si lo hacía quedaba mudo. Una vez un comentarista deportivo se perdió y nunca más recuperó la voz. Algún vecino lo ha visto recitar partidos de fútbol con expresiones de euforia y algunas veces de tristeza si el equipo perdía, pero nadie escuchó ni un quejido.
Los únicos que estaban a salvo eran los sordomudos. Entrar a La Solitaria era como mirar la tele con el volumen bajo o sacarle las pilas a la radio. Muchos se resistían a esta mudez obligatoria pero eran eliminados de la zona y jamás se sabía su paradero.
Algunas veces los perros abrían la boca como para ladrar y nada les salía. Por esta razón, se había corrido la voz de que La Solitaria era una zona víctima de robos y secuestros. Acaso los delincuentes de otros barrios aprovechaban para robar, ya que nadie se atrevería a gritar.
Los vendedores ambulantes también debían adaptarse. Algunos rebeldes pintaban banderas con las ofertas del día y las ponían a flamear con la ayuda del viento. Si no había viento, las sacudían para moverlas y llamar la atención de los transeúntes. Lo difícil era que no sonara el teléfono. Una luz roja era la señal de que alguien llamaba. De todas maneras nadie lo atendía por temor a pronunciar alguna palabra y molestar al vecino. Ni los heladeros eran bienvenidos en el barrio. Ese año muchos perdieron la mercadería que se les derritió bajo el sol por no poder gritar. A veces sufrían malestares estomacales por comerse todo el helado, para expresar su descontento por tremenda injusticia.
Mi abuelo Miguel fue el que me contó la historia. Algunos no le creen y es por eso que han tomado la triste decisión de encerrarlo en un geriátrico. Cada vez que voy a visitarlo comienza a hablar, como si quisiera recuperar el tiempo perdido.

miércoles, 1 de abril de 2009

La Casa

Quizás esta sea la última vez que me mude. Realmente es fastidioso cambiar de casa tan seguido pero es bien sabido que no me queda otro remedio.
Si perdí la razón no es seguro. Lo único que puedo afirmar es que hay alguien más que habita en nuestra casa, o mejor dicho en cada casa que cambiamos cada seis meses. Entonces ocurre lo mismo noche tras noche. Y al día siguiente, cuando se lo cuento a mi mujer o a mis hijos sonríen con esa expresión burlona que pone en duda mis cabales. Me gustaría que ellos lo escuchen como yo, pero no hay caso.
Mi rutina en cada nuevo hogar es la siguiente. Me levanto cuando aún no ha salido el sol y, con mucho sigilo, pongo la pava al fuego y me cebo unos mates. Mientras, abro el placard para elegir la ropa que voy a usar y nunca encuentro nada. Si es invierno aparece la vestimenta de verano, si es verano la de invierno. Entonces me visto con lo primero que encuentro, para no despertar a nadie. Al cabo de una hora, mi mujer se levanta y abre las ventanas de par en par para que entre la luz de sol. Es ahí donde le pregunto si ella cambió mi ropa de lugar, y me responde como siempre que no.
Por la noche, cuando todos se han ido a dormir, me gusta mirar las estrellas y pintar con acuarelas en la oscuridad, aunque no vea nada. Es entretenido observar cómo quedan los dibujos al día siguiente. Cuando llega la madrugada comienzan los ruidos extraños. Escucho cubiertos que chocan entre sí y al entrar a la cocina están desordenados sobre la mesa. El mantel tiene manchas de vino tinto y migas de pan. Un corcho descansa en una silla y el aroma a sopa lo inunda todo. Con verdadero asombro, vuelvo al balcón por cinco minutos para mirar de nuevo las estrellas. Miro las manecillas de mi reloj pulsera y regreso a la cocina. Todo está en su lugar. No hay ningún cubierto desordenado, ni las migas de pan, ni el mantel con las manchas de vino tinto. Es inútil decir que esa noche no cenamos en casa, ni nos gusta el vino tinto, ni jamás en mi vida vi esos cubiertos. Al irme a la cama vuelvo a escuchar los cuchillos que chocan contra los tenedores y no me atrevo a volver a la cocina.
Al día siguiente abro los ojos con dificultad porque el sol me enceguece por la ranura de la persiana. Otra vez me visto con lo primero que encuentro y busco a tientas las pantuflas. Como siempre me resigno a pasar frío porque la ropa está desordenada. Mi señora duerme y se mueve mientras arrastra la sábana por el piso. Voy al patio y descubro una planta nueva. Cuando me acerco para mirarla la planta se encoge. Al alejarme florece y rompe la maceta que la contiene. Busco una regadera e intento echarle agua. En ese preciso instante desaparece. No quedan rastros ni de la maceta.
Seis meses más tarde nos volvemos a mudar. Es dificultoso embalar los objetos por categoría y al llegar al hogar nuevo encontrarse todo mezclado. A veces he tenido la sospecha de que nada nos pertenece. La inefable sensación de que todo es falso.
El camión de la mudanza estaciona frente a la casa nueva. Un hombre alto y flaco al extremo me ayuda a bajar los muebles más pesados. Una vez terminada la mudanza, le pago al tipo. Y mientras me da el vuelto le pregunto por mi familia. Pienso que tal vez están dentro de la casa, esperándome. El hombre me mira asombrado y me dice que creyó que yo era solo.
Trato de encontrarle una razón a todo esto.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Vecinas

El día que me mudé al edificio dormí como una marmota. Sin nada en la heladera, sin amigos, y con la casa hecha un verdadero caos no tenía mejor opción que pretender que al día siguiente todo sería mejor.
En el noveno piso había tres departamentos: en el “A” vivía una pareja gay de dos muchachos que según escuché, entre bambalinas, o sea en esos chismes “ascensoriles”, eran dueños de un local de ropa de alta costura, la verdad nunca se los veía en todo el día; al “B” no sé quien lo habitaba, y el “C” era mi departamento, regalo de una tía solterona que nunca tuvo hijos y antes de morir me lo dejó. Me daba un poco de impresión oler los muebles pasados de moda, mirar las flores artificiales que ya estaban juntando tierra en un rincón y escuchar algunos longs plays que la tía Enriqueta había olvidado. Pero…”A caballo regalado no se le miran los dientes”. El lugar era más bien antiguo, y los departamentos formaban como una letra “C” que era rodeada por un barandal de hierro con esos ribetes curvos que hoy día ya nadie se tomaría el trabajo de hacerlos. A un costado, el ascensor dejaba observar los “pasajeros” ocasionales a toda hora del día. El edificio era un chiste a la modernidad, en medio de tantas torres seriadas, en pleno centro de la urbe.
Como el calor de noviembre ya se sentía en el aire, tomé la costumbre de levantarme muy temprano para poner la casa en condiciones vivibles. Tuve que hacer un inventario de todas las cosas inútiles que sólo me traerían alimañas. La alacena tenía gran cantidad de alimentos vencidos, algunos con gorgojos adultos, otros con marcas comerciales que ya no existían, servilletas de tela amarillentas por el inevitable paso del tiempo, vasos de esos con flores dibujadas y un viejo sifón de soda como reliquia de aquel sitio olvidado. Los cubiertos eran de plata original, los platos de porcelana y los palos de amasar me recordaban a un bat de béisbol. Un grupo de hormigas se paseaba dentro de una azucarera rota que tuve que echar al tacho de basura evadiéndolas antes de que se me suban por el brazo. Se ve que nadie había limpiado desde quien sabe cuando. El baño no mostraba mejor aspecto, con los azulejos negros de antaño, esos lavatorios enormes y el botiquín fileteado con unas florcitas blancas apenas visibles. Los productos de la tía Enriqueta eran los de una vieja solterona que espantaba las moscas con el matamoscas de plástico y usaba batón todo el santo día. Talco para pies, colonia con aroma fuerte, medicamentos y una pequeña tijera para cortar las uñas. Después de juntar lo innecesario en varias bolsas de consorcio, tiré todo a la basura.
Al mediodía me fui al trabajo con un poco de sueño, ya que no había podido dormir la noche anterior debido a unos ruidos extraños que no cesaron durante toda la madrugada. Pensé que tal vez era la ansiedad que me dominaba, con todo este asunto de la mudanza tan repentina. Ahora tendría mi propia casa, sin soportar a mis hermanos adolescentes saltando sobre las cuchetas ni a mis viejos con sus ataques de moralidad pública.
Al regresar, el silencio era total. Acá los sonidos no filtraban con tanta facilidad, ni los vecinos paseaban por los pasillos exponiendo sus miserias frente a las puertas de los otros. Reinaba una tranquilidad absoluta. En toda la jornada sólo le había visto la cara al portero, que me había solucionado un problemita doméstico para no morir electrocutada por mi propia inexperiencia, al empleado del supermercado y a un cartero del correo privado que no pronunció media palabra. Sentía un poco de soledad, en esas paredes viejas.
Me preparé un sándwich porque aún no me habían conectado el gas y luego traté de dormir una siesta, ya que por la tarde debía volver a trabajar y estaba agotada con el intenso calor del mediodía. Cerré las persianas, aún sin cortinas hasta que escuché otros ruidos nuevos. Con disimulo, acerqué un vaso de vidrio a la pared igual que cuando era chica, como si alguien pudiera verme. Eran chillidos que resaltaban sobre una voz que cantaba algo y conversaba con otra supuesta persona. Yo pensaba que en el “B” no vivía nadie. Por lo visto no era así. No podía dormirme a causa de la intriga, y como ya era tarde para esa siesta frustrada decidí ver con mis propios ojos quien era mi vecino. Usé la vieja estrategia de la taza de azúcar prestada y salí al pasillo.
Toqué la puerta varias veces porque el timbre no funcionaba y nadie contestó. Lo único que se escuchaba de fondo era un cantante lírico que se parecía mucho a Luciano Pavarotti y un olor a zoológico salía como una invitación por debajo de la puerta. Sin pensar en las consecuencias de invadir un domicilio ajeno, tiré del picaporte con suavidad y la puerta cedió. Entré en puntas de pie, sin respirar, la casa tenía el aspecto de un lugar selvático con helechos colgantes en todos lados y cuadros coloridos en las paredes. El intenso olor seguía firme, como si nadie pudiera evitarlo. La voz del cantante de Ópera ya no sonaba, ahora el sonido era como de púa gastada. Me metí en un pequeño lavadero que para mi asombro tenía animales de toda clase como perros callejeros, gatos sin alguna extremidad, loros mudos y una gallina que cojeaba al caminar. Sin recuperarme del estupor, sentí que una mano temblorosa me tomaba por el hombro sin decir absolutamente nada. La mujer tendría como noventa años, el cabello se le veía azulado de tantas canas y le llegaba a la cintura, los ojos lucían transparentes y llevaba un vestido largo azul oscuro. No tenía zapatos y veía sin ver. Ciega por completo vivía sola en aquella selva urbana.
Los susurros de mi siesta postergada eran las conversaciones que doña Lupe, así era su nombre, mantenía con sus animales. Los ojos se le habían apagado por un trauma infantil que nunca pudo superar, desde esa época en que ella aún usaba trencitas, sus padres le habían regalado toda clase de mascotas que casi siempre y en la mayoría de los casos tenían algún defecto físico, rescatadas de la calle. Lupe creció con sus sonidos y los olores que estos despedían. De joven, se casó con un cantante de ópera que siguió la tradición de los obsequios hasta que murió al caer de un caballo. Ella se mudó de la casa en el campo donde vivían porque decía que todas las noches lo escuchaba cantar, aún después que dejó este mundo. No pudo resistir la oportunidad de traer a todos las mascotas consigo.
La confianza era una virtud que pocas personas sabían obtener, la ceguera de Lupe le hacía mirar con otros sentidos a los demás. Por lo general no salía mucho a la calle, desde que el marido falleció. Él oficiaba de lazarillo hasta que un pariente le quiso regalar un perro para que la guíe, en lo laberintos de la ciudad. Ella nunca aceptó un perro de estirpe, sólo aquellos con deficiencias.
Yo sentía esos ruidos cada noche, como de sillas corriéndose, mesas chirriando contra el piso, voces indefinidas cuyos diálogos no podía entender y ese olor permanente en el aire. Trataba de cerrar los ojos con fuerza para no pensar y veía que el radioreloj daba un zarpazo para cambiar de hora hasta que el sol se inmiscuía por mi ventana. Así durante varios meses, tantos que el verano terminó y algunos misterios me quedaban sin revelar.
Una tarde que llegaba al edificio cargada de bolsas, me sorprendió la noticia en la pared del palier donde una carta intimidatoria detallaba las razones por las cuales una veintena de vecinos habían puesto su firma para echarla a Lupe, por ruidos molestos, olores nauseabundos y comportamiento impropio para una vecina. Observé en detalle la lista y solo faltaban pocos. Era ofensivo tener que verles las caras en semejantes circunstancias, pero odiaba la injusticia de estas personas a las que nunca había cruzado.
Tomé coraje y decidí que al día siguiente iría a la reunión de consorcio. Alguien tenía que defenderla y esa era yo. Opté por no decírselo a ella, para que no se hiciera malasangre.
La reunión se postergó para las nueve de la noche. Llegué con el tiempo justo y pedí disculpas a todos. Ninguno me dirigió la palabra. Sabían de mi amistad con Lupe. Escuché con irritación las acusaciones estúpidas y dije todo a favor de ella. La cosa no pasó a mayores porque el portero interrumpió la reunión amenazando con llamar al empleado de seguridad. El consorcio tomó la irrefutable decisión de echarla del edificio. Hubo caras de satisfacción en muchos vecinos.
Me fui con los ojos llenos de lágrimas para buscarla. Entré despacito, como aquella vez y no había nada. No quedaban Lupe, ni sus perros lisiados, ni la gallina renga, ni los helechos colgantes. El departamento estaba vacío.
Como si ella nunca hubiera existido.

martes, 20 de enero de 2009

Pequeñas historias reales

Pequeñas historias reales


Un perro negro cartonero

Voy junto a mi perra a tirar la basura y escucho un ruido extraño cerca del contenedor. De repente un perro negro salta desde adentro y se escapa a la calle. No es la primera vez que lo encuentro. Unos días después el perro negro se zambulle del contenedor al asfalto. Ovidio Lagos tiene un tráfico feroz al mediodía y un motociclista casi lo atropella. El tipo lo insulta y toca la bocina. El animal corre y cruza la calle asustado. Me dan ganas de ahorcar al conductor de la moto. Cada vez que me acerco al contenedor de basura miro si está el perro negro.

Un soldado que espera al enemigo

Camino junto a mi perra por Ovidio Lagos, pasan una adolescente corriendo junto a un hombre que parece su padre en bicicleta. Escondido en el Estadio Municipal hay un perro de color blanco al que bautizaron “Corcho” que tiene la costumbre de ladrarle a todos aquellos que hacen ejercicio. La chica se lleva un susto bárbaro y el padre la alienta a seguir. Corcho es inofensivo pero tiene el hobby de quererle morder las pantorrillas a todos las personas que salen a correr o pasean en bicicleta. Algunos le tiran con piedras, pero él nunca claudica y es un guardián que espera el momento exacto para atacar al enemigo, como un soldado valiente.





Una madre valiente

Se acerca la primavera y paseo a mi perra por la vereda colmada de árboles. De repente un pájaro que emite chillidos extraños se me posa en la cabeza y no me provoca un infarto porque Dios es grande. Luego me entero que es una calandria. Y evito pasar por el mismo lugar. A todos los transeúntes los ahuyenta de la misma manera. Después me río porque es como una cámara oculta. Pero cuando llega el calor miro si en los nidos están ellas que por lo visto son madres de armas tomar. De vez en cuando pasa algún señor calvo que pega un salto y es sorprendido por estos bichos primaverales que defienden a sus hijos de toda amenaza.


El llanto de un inocente

Estoy barriendo el comedor y escucho un sonido raro. Se asemeja al llanto de un bebé. Sigo limpiando y el ruido persiste. Me asomo a la ventana-balcón y veo con asombro que un gato maúlla del otro lado. Trato de alzar al gato, pero recuerdo que mi perra los odia. Tejo en mi mente todas las posibles soluciones al problema. Si levanto al gato en brazos tal vez me arañe, si lo dejo en el balcón a lo mejor extraña a sus posibles dueños, si es que los tiene. Él me mira con cara de reproche y no puede escapar de mi balcón. Sigue llorando. Recorro toda la cuadra preguntando de quien es el gato. Nadie lo reclama. Si fuera un portafolio lleno de dólares seguro alguien denunciaría su falta, pero es un simple gato. Eso pienso. Luego desaparece en un segundo, de la misma manera que llegó.








Una mensajera que perdió el vuelo

Es pleno verano y tomo sol en la terraza del edificio. Veo que una paloma trata de volar y no puede. Lo intenta varias veces y vuelve a fallar. Así, desiste de su objetivo. Insegura, la alzo como a un bebé sintiendo los latidos de su corazón y descubro que tiene un anillo en una de sus patas. Es mensajera y está perdida. Le pregunto al portero del edificio si sabe quien tiene alguna y me da el domicilio de un pibe que tiene un palomar. El pibe me dice que el hermano es el dueño y se la dejo en una caja de zapatos para que no tenga frío. Pasan los días y en cada paloma que veo en el cielo me pregunto cual podrá ser la mía. Me quedo pensando en ella como una madre que abandona a su hijo.

Empleados del servicio meteorológico

A la noche camino por la vereda del Estadio Municipal. La humedad es fatal y también el calor. Salen de todos lados los cascarudos para anunciar tormenta. No corren con mayor suerte cuando algunas mujeres como yo, temerosas de los insectos los aplastan, y en un instantáneo crujir se les va la vida. Al otro día la lluvia y el viento se llevan las hojas de los árboles y miles de cascarudos aparecen muertos en la vereda. Ya nadie los recuerda. Y eso que son más infalibles que el informe meteorológico.

Acrobacias en el cielo

Nunca me gustaron los murciélagos. Hay calles donde habitan, como Ocampo o Viamonte. De noche suelen esconderse en los árboles y cuando detectan mi presencia comienzan a volar. Se acercan a mi cabeza y mi marido que camina junto a mí intenta en vano quitarme el miedo. Son como pilotos haciendo acrobacia en las nubes. De todas formas les tengo pánico. Tal vez por esa teoría de que si se prenden a la cabeza te arrancan todo el cabello y quedás pelado.


Embusteros ilusionistas

Recuerdo algunos veranos en el pueblo de mi abuela. Sin nada que hacer en las noches calurosas nos sentábamos con mi hermana en la vereda para ver pasar la gente. Pocos autos circulaban por la calle. En un segundo pasó una camioneta. En la oscuridad sólo se vio una silueta que al pasar el auto se encogió como un globo desinflado y luego volvió a emerger transformada en sapo. Me asombré al descubrir que todos los sapos de Berabevú hacían lo mismo al anochecer. Yo que creí que ya era sapo muerto, sólo era un truco que suelen emplear ellos para romper el tedio de ser sapos pueblerinos y engañar a los tontos de la ciudad que como yo no tienen mejor pasatiempo que meterse en sus vidas.

Amas de casa abnegadas

A las abejas les encanta el suavizante para la ropa. Ellas no discriminan la marca. Estoy tendiendo en la soga y se posan en la ropa húmeda. El otro día una abeja se me posó en la cabeza. Me llevé un susto, pero la ahuyenté despacio para que no me picara. Le tengo más temor a un pequeño insecto que a un tigre de Bengala. Igualmente controlo un posible grito para que los vecinos no crean que perdí la razón.

Me persigue la buena suerte

Son días calurosos y abundan los grillos. La primera noche que se transforman en okupas de mi casa me resigno a escuchar sus serenatas por aquel mito de que no hay que matar un grillo porque trae mala suerte. Así transcurren varios días y cada vez son más. Cantan sin parar y vuelan cerca de mis oídos emitiendo un zumbido molesto. La quinta noche me paciencia llega al límite y me transformo en una asesina serial de grillos. La culpa me persigue como otro insecto más y recuerdo con nostalgia al famoso Pepe Grillo.