lunes, 17 de enero de 2011

La promesa

Suele pasarme a menudo. Intento deshacerme de ellos y no puedo. Se me va el coraje. Es así. Yo que soy un tipo de carácter, no puedo. Me cuesta echarlos. Sacarlos de mi vida. Y lo peor es que sufro. A veces lo hablo con mis amigos y me dicen que no sea gil, que tome el toro por las astas. Pero la verdad, hasta el día de hoy, me resulta imposible. Mi señora se hace más malasangre que yo, lo cual es mucho decir. Esto parecerá una pavada, pero me ha traído problemas. Hasta mis hijos me lo han dicho. Papá, aflojá un poco. Pero no puedo.
Yo me jubilé hace un año. Fue por fuerza mayor. Ya que sufrí dos infartos. Era eso o no contaba el cuento. Nunca fui un chupasirios, ni siquiera he pisado una iglesia en años. La cuestión es que me cagué en las patas. Por eso, cuando me internaron por lo del corazón, le hice una promesa a Dios. Que si salía de esta iba a ser amable con todo el mundo. Sin excepciones. Hasta con mi suegra, que nunca me quiso. Tal vez se me fue la mano, pero una promesa es una promesa. Y yo soy un tipo chapado a la antigua. A mí me enseñaron que la palabra tiene valor. Por lo tanto desde ese momento la he cumplido. ¿Me entiende, Padre?
Después de la operación las cosas cambiaron. Yo cambié.
Me acuerdo del día que me pasaron de terapia intensiva a sala común. Me sentía cansado y bastante asustado. Cuando estuve solo, y se me pasó un poco el efecto de la anestesia, me di cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Creo que ahí se me cruzó por la mente aquello de la promesa. Le dije al médico si podía llamar a mis hijos, a Elba, y a Oscar, mi mejor amigo, porque todos estaban en la sala de espera.
Cuando entraron a la habitación los reuní y les hablé sobre la promesa. Era la primera vez en mi vida que yo le hacía una promesa a Dios. Antes solía burlarme de la gente que hacía promesas, porque decía que eran pura cháchara. Esta vez Dios me había dado otra oportunidad y no podía desperdiciarla. Mi promesa era simple y complicada a la vez. Estaba dispuesto a cumplirla. Trataría de ser solidario con los demás y dejar de lado mis propias necesidades. Eso me parecía mucho más sacrificado que ir caminando hasta la Virgen de Luján o donar comida para los chicos pobres.
Mis hijos se rieron de mí con una sonrisa burlona y mi mujer sólo me tomó la mano, pero puso esa cara que pone la gente cuando piensa que uno está chamullando.
Oscar me dijo que estaba de acuerdo con mi decisión, pero noté que no me creía. La puerta de la habitación estaba entreabierta, y el médico, que justo estaba en el pasillo esperando para entrar a revisarme, miró de reojo a mis hijos y les hizo un guiño. Se ve que el tipo ya estaba acostumbrado a estas cosas. No me importaba. Yo estaba dispuesto a cumplir con mi promesa. Dijeran lo que dijeran los demás. Ese era mi desafío. Créame que no fue nada fácil.
Al principio, muchos amigos y parientes pensaron que lo mío era una cosa pasajera. Pero no fue así. Una mañana tocaron a mi puerta dos mujeres vestidas con polleras largas hasta los pies y cada una con una Biblia, para darme un largo sermón. Juro que en otro momento las habría sacado de raje, pero esta vez las invité a pasar y les serví un café, mientras ellas me hablaban de las ventajas de su religión y del fin del mundo.
Yo las miraba mientras pensaba en que había estado a punto de morirme y confieso que tenía miedo. Lo extraño es que no podía echarlas, era como si una fuerza superior a mí me lo impidiera. Todo había pasado demasiado rápido. Lo del infarto, lo de la operación, lo de la promesa, y ahora me sentía raro. Estaba en mi propia casa escuchando el sermón interminable de dos fanáticas religiosas, y no me salía ni media palabra. Solamente las miraba con asombro, y a cada comentario fatalista asentía con un leve movimiento de cabeza, y atinaba a servirles más café, mientras seguían advirtiéndome sobre la destrucción de la familia y la inevitable llegada del fin del mundo. No paraban de hablar. En ningún momento levantaban la voz. Sentía que esos ojos me observaban y que cada palabra era dirigida a mí.
Pensé que sólo se quedarían unos minutos, pero al mirar el reloj vi que ya hacía tres horas que estaban en casa. Me quería morir. Era tardísimo. Yo tenía que hacer unos trámites, y seguro ya habría cerrado el banco. Al mes siguiente volvieron. Y yo aguanté todo, se lo juro. Esta vez eran dos hombres trajeados, a pesar del calor terrible, y apenas se les entendía al hablar. Supuse que eran norteamericanos, y la verdad es que no me dio el corazón, ni las ganas, para decirles que estaba ocupado, que se fueran. Ellos me dejaron un libro con imágenes aterradoras en las que miles de personas padecían hambre y desastres naturales, como terremotos, incendios forestales y tsunamis. Acepté el libro con mi mejor voluntad y los despedí con una sonrisa amable.
Al mes siguiente, y al otro, y al otro, me llegaron más libros a casa. Todo pasó muy rápido. Ni siquiera me acuerdo en qué momento les di mis datos personales. Ni sé en qué pensaba cuando lo hice. Los dos hombres eran sumamente educados y yo no me atreví a decirles que no. El detalle fue que cada libro costaba una fortuna, y nadie me lo había dicho. No tuve valor para deshacerme de ellos o reclamarles nada, y los pagué. Uno a uno.
Luego me convencieron de que la mejor manera de servir a Dios era vendiendo cien Biblias a personas que como yo, estaban desorientadas en la vida o atravesando un mal momento. Pensé que esto sería una señal de Dios, y que a pesar de que yo no era tan creyente, él me daba otra oportunidad. Lo único que me pareció complicado es que debía venderlas en el menor tiempo posible. De esta forma lograría mi objetivo espiritual. Conseguí el dinero gracias a Oscar, y le prometí devolvérselo apenas cobrara la jubilación. Estaba preocupado por esto, pero sabía que todo era por un acto noble.
No era rico, pero accedió a ayudarme con la plata. Oscarcito era un tipo de fierro, un amigo de verdad. Sin dudas sólo a él podía pedirle semejante favor.
Juré que le devolvería toda la plata apenas cobrara la jubilación. Además del dinero él me prestó un depósito que era de sus suegros y estaba desocupado. Ahí, en una vieja estantería guardé las cien Biblias, y como el depósito quedaba cerca de casa, cada dos o tres días, me daba una vueltita para comprobar que las ratas o las termitas no se las hubieran comido. Estaba bastante preocupado, y no tenía mejor opción que venderlas. Hubiera sido un pecado tirarlas a la basura. ¿Se imagina? Día y noche soñaba que el depósito se incendiaba o que el río subía e inundaba todo. Y yo, corría en llamas para rescatar las Biblias, que en mi sueño eran de oro. Si lograba venderlas, sin dudas haría una obra de bien, y eso era superior a cualquier dinero.
La verdad es que estaba un poco arrepentido, pero sentí que esto ayudaría a cumplir la promesa. Después de todo a mis cincuenta y pico de años era la primera vez que me comprometía con Dios. Para darme ánimo pensaba en mi familia y agradecía estar vivo.
Mi señora y mis hijos no se enteraron nunca. Por un tiempo, pensé que mantener el secreto sería lo mejor. No me gustaba mentirles, y mucho menos a Elba. Cuando lograra vender las Biblias se los contaría todo.
Después, las cosas se pusieron complicadas.
¿Sabe? Supongo que esto me pasó por ser buena gente. Resulta que Oscar se separó luego de veinte años de matrimonio. Y para colmo estaba distanciado de los hijos. Entonces le ofrecí que se mudara con nosotros un mes. Hasta que resolviera sus cosas con Marta, o hasta que pudiera alquilar un departamento. Yo sabía que le debía muchos favores a Oscarcito y ahora era mi turno para retribuírselos. Así que esa misma noche lo llamé por teléfono, lo invité a tomar un café en el bar de la esquina y le dije que se quedara un tiempo en casa. Al día siguiente él trajo sus cosas para mudarse con nosotros. Me sorprendí al ver todos los objetos que mi amigo había acumulado en tantos años de matrimonio. Pero traté de disimular, para no herir sus sentimientos. Palos de golf, diarios viejos, ropa de toda clase que supuse que él guardaba para el futuro. Y esto me pareció porque Oscarcito estaba gordo como un tanque, más gordo que nunca. Se ve que los años lo habían tratado mal. A pesar de su separación, mi amigo intentaba mantener el buen ánimo. Pero su aspecto era terrible. Barbudo hasta por los codos, me hacía acordar a esos linyeras que duermen en la plaza de enfrente, y que sinceramente uno se cruza de vereda al verlos en la noche. Pero había confirmado que Oscarcito era un buen tipo y me sentía orgulloso de ayudarlo. De todas maneras sabía que era incapaz de reclamarme la plata que le debía, pero igual estaba en deuda con él. Ud. sabe Padre que a las promesas hay que cumplirlas.
Lo difícil fue decírselo a Elba. Como ella no sabía que yo le debía la plata a Oscarcito no me habló durante dos días seguidos. Pensaba que esto era un capricho mío para joderle la vida. No me quedó otro remedio que inventarle a mi señora una solidaridad desmesurada hacia mi amigo, y convencerla de que sería por poco tiempo y para ayudar al prójimo. Porque si le decía que tenía escondidas cien Biblias en un depósito para venderlas, y que la plata para comprarlas me la había prestado Oscarcito, se me vendría la noche.
Mi amigo se instaló en nuestro comedor, porque la habitación que había sido de la época en que mis hijos eran solteros estaba llena de cachivaches y tenía problemas de humedad. De todas formas, Oscarcito no se hizo problema. A partir de ahora, y por un mes, dormiría en el sillón del living.
Admito que no era la situación más cómoda del mundo escuchar los ronquidos de mi amigo y compartirlo todo. Pero no podía dejarlo en la calle. Mucho menos pedirle que se fuera a un hotel. Desde que me había prestado el dinero para las Biblias Oscarcito estaba con las cuentas en rojo. Y para colmo lo habían echado del laburo. Yo estaba dispuesto a darle una mano. Pero a mi mujer no le hizo mucha gracia que él se instalara en casa, porque una noche se levantó para ir al baño y cuando quiso entrar, se encontró con Oscar leyendo el diario en el trono. Casi se muere. Pegó un alarido más fuerte que si hubiese visto una laucha. Ahí nomás tuve que explicarle la situación de Oscar. Le dije que sólo se quedaría en casa un mes. Mi señora puso el grito en el cielo, pero después aceptó. Al principio me sentí un poco incómodo con la presencia de mi amigo, luego me acostumbré, a sus ronquidos, a sus zapatos tirados bajo la mesa, a todas sus mañas. Pero mi mujer echaba chispas. Puedo asegurarlo. Yo quería ser solidario. No podía fallarle a Dios. Era una promesa. Debía cumplirla, costara lo que costara. ¡Pobre Oscar! Pensaba yo, y le rogaba a Dios para que lo ayudara a salir de este difícil trance.
Elba era muy creyente, y por lo tanto incapaz de romper una promesa a Dios. Me acuerdo que ella solía contarme que su padre, antes de morir, le decía que obrara siempre como buena cristiana, porque de lo contrario, unos bichos negros con cuernos se la llevarían con el diablo y yo sabía que Elba creía semejante disparate. Por eso, mi mujer aceptó de mala gana que mi amigo se instalara sólo por un mes. Porque a nada le temía más que a terminar en el infierno.
Pero las cosas se complicaron cada día más. Por las noches él se comía las tortas que mi mujer cocinaba para una casa de fiestas infantiles y me robaba los puchos que yo ocultaba en lugares secretos para que Elba no supiera, que de vez en cuando, seguía fumando, aunque el médico me lo tenía estrictamente prohibido. Una vez lo había pescado a mi amigo revolviendo mis cosas de pesca sin él que me viera. Y lo hacía con rapidez, se ve que el gordo había descubierto uno de mis escondites donde solía guardar los puchos, pero el muy zorro no me había delatado. Solamente se fumaba mis cigarrillos. De todo lo demás podía quejarme, menos de esto. Pero no crea que me hacía mucha gracia. Igual, me la tenía que morfar. Todo por la promesa. ¿Ud sabe lo que significa eso, verdad?
Oscar no tenía el mínimo sentido de la palabra pudor y esta era una de las razones que más conflictos nos traían. A menudo mi mujer solía pescarlo in fraganti con alguna mocosa en la bañera, o dejaba revistas porno sobre la mesa del comedor a la hora en que mis nietos volvían del colegio y debíamos tirarlas a la basura, o tomaba la gaseosa del pico frente a todos y al día siguiente no quedaba ni una gota, o contaba chistes verdes durante el cumpleaños de mi suegra, que le clavaba la mirada como un puñal. Eso y muchísimas cosas más.
Parecía que a Oscarcito la separación le había afectado peor de lo que yo pensaba. Muchas veces él me insistía para que lo acompañara a un boliche, generalmente algún tugurio maloliente lleno de mocosas. Pero yo me negaba rotundamente. Siempre le decía que no. ¿Qué carajo íbamos a hacer dos viejos panzones con más de 50 pirulos bailando con pibas de 20? Él no se hacía demasiados problemas. Se instalaba más de una hora en el baño, para afeitarse, boludeada en la bañera mientras escuchaba la radio y hacía ruidos raros que hasta a mí, como hombre, me daban vergüenza. Se ve que había Oscar para rato, pensaba cuando mi paciencia peligraba con acabarse y el gordo seguía en el baño, eso mientras me estaba cagando encima, y ya le había golpeado la puerta por lo menos cinco veces. En esos momentos tenía ganas de asesinarlo, pero me contenía porque el corazón me iba a estallar y Dios me había dado otra oportunidad. Esta promesa se estaba convirtiendo en una piedra que llevaba colgada del cuello.
Por las noches tenía pesadillas en las cuales varias mujeres con polleras largas y hombres trajeados sin cabeza me venían a buscar para que pagara cien Biblias de oro que debía, y yo corría por un muelle que era igual al del club de pesca, eso mientras un tipo idéntico a Oscarcito, pero más gordo, llamaba hijos a mis propios hijos que se reían en mi cara. Una locura absurda. A medianoche solía despertarme con una sed terrible y un hambre mucho peor y cuando llegaba a la heladera estaba vacía. Entonces me ponía las pantuflas con cuidado, para no despertar a Elba, y me iba hasta la estación de servicio a comprar un atado de cigarrillos. Ahí me quedaba, fumando en la esquina hasta que el cigarrillo se terminaba y lo tiraba y lo aplastaba. Después, me comía unos caramelos de mentol para aplacar el olor de la nicotina, que sinceramente no sé si lo lograba. Me metía de nuevo en la cama, sin que mi mujer se diera cuenta, hasta que el sol me quemaba los ojos y los pajaritos comenzaban a cantar. Cuando Elba se despertaba yo fingía dormir, aunque en realidad no había pegado un ojo en toda la noche.
Mi amigo ya no era el mismo de antes. ¿Qué le había pasado a Oscarcito? Me preguntaba al verlo. Antes era un tipo educado, cajetilla. Yo creía que desde que Marta lo había dejado él estaba hecho un pelotudo, un pendejo. Andaba con cualquier mina, se levantaba a las doce del mediodía como un adolescente y salía todas las noches de joda. Y lo peor de todo es que hasta mis hijos lo preferían a él. Decían que era un capo, que a pesar de estar gordo como un sapo tenía levante con las minas. Y no sólo eso. A veces yo tenía la impresión de que Oscarcito la miraba a Elba. Yo nunca había sido un tipo celoso, pero más de una vez lo había pescado guiñándole un ojo mientras cenábamos en familia. Y ella se ponía colorada como un tomate. Muchas veces sentía culpa de desear que se fuera, pero no podía evitarlo. Mientras, yo seguía fiel a mi promesa. A pesar de todo. Muchas veces pensaba que me estaba volviendo loco. Esta promesa se había convertido en una valija difícil de cargar, pero no me quedaba otro remedio que seguir adelante.

Oscar no parecía el de antes. Con más de cien kilos a cuestas se creía una especie de gigoló y esto no era un verso de gordo fanfarrón, si no más bien lo contrario. El teléfono sonaba a toda hora y las mujeres le daban bola. Era como si tuviera un imán al que ninguna mina podía resistirse, y lo peor es que nadie de mi familia, excepto yo, parecía cuestionar sus actitudes.
El gordo, como todos lo llamaban cariñosamente, se hacía querer a pesar de ser un flor de atorrante. Hasta más de una vez se robaba la pata del pollo, aunque sabía de sobra que era mi presa preferida, y mi mujer, en vez de enojarse, se reía delante de mí. Así que yo, supuestamente el hombre de la casa y el padre de familia, debía resignarme a comer cualquier presa restante y cerrar la boca. Y no sólo eso debía aguantar, muchas veces Oscarcito jugaba con mis nietos a la pelota y yo me los quedaba mirando con un poco de celos y otro poco de bronca. Lo único que me faltaba era que lo llamaran abuelo a él, pensaba con resignación.
Hasta el vecino de enfrente, que no era precisamente un modelo de simpatía, lo había invitado a comer asado un fin de semana.
Y yo, cansado de mi promesa y de mí mismo, me veía en el espejo del botiquín del baño y sólo encontraba la imagen de un viejo aburrido y canoso. Una mañana, mientras me afeitaba, había descubierto bolsas debajo de los ojos. Con razón Elba no me daba bola. Tenía pelos hasta en la nariz, que, muchas veces, a escondidas, y con la puerta del baño cerrada, había intentado sacarlos con la pinza de depilar de mi mujer. Parecía un viejo choto y decrépito. Y lamentablemente las entradas ya se me notaban, herencia de mi papá. Muchas veces evitaba mirarme al espejo, a lo sumo sólo cuando era necesario e irremediable. Para afeitarme o lavarme los dientes, nada más. Veía mi lado del botiquín y me deprimía aun más. Parecía una farmacia. Para la próstata, para la hipertensión, pastillas para dormir, para el corazón, para la presión, para la diabetes y Viagra. (que obviamente compraba a escondidas, y encima lo tomaba al cohete porque Elba no me tocaba ni en sueños). Y otros medicamentos que ya ni recordaba para qué servían. No resistía verme en el espejo. Me asustaba mi propia imagen. Al lado de Oscarcito yo parecía su abuelo. El baño se había convertido en un enemigo más. Por las noches me levantaba varias veces a orinar y al llegar al inodoro sólo me salía un chorrito. Todo esto me superaba. Por momentos juraba que lo iba a echar de casa, pero luego me arrepentía y la culpa se me hacía más y más grande.
Oscarcito les había lavado el cerebro a toda mi familia, menos a mí. Y yo tenía que soportarlo porque le debía todos los favores juntos. Supongo que el tipo lo sabía y se hacía el boludo nomás.
Y dale que dale. Cuando encontraba rota mi camiseta de Boca… ¿Quién era el que la había reventado con su gordura?
Oscarcito.
Cuando me estaba meando y mi vejiga era un globo a punto de explotar… ¿Quién ocupaba el baño desde hacía cuarenta minutos?

Oscarcito.
Cuando mis hijos miraban un partido de fútbol… ¿Con quién lo hacían?
Con Oscarcito.
Oscarcito. Oscarcito. Oscarcito.
Oscarcito me tenía las bolas bien llenas. Pero no me daba el cuero para pagarle su deuda, y en honor a la verdad, las cien Biblias ya estaban juntando tierra porque yo no había podido vendérselas a nadie, y no me atrevía a tirarlas al contenedor. Por temor a que Dios me castigara. Debía mantener mi promesa. Y me estaba saliendo cara. Eso se lo aseguro. Créame que es así.
Desde su llegada nuestra vida había sido un desastre. Ni siquiera podíamos invitar a otras parejas amigas a cenar. Porque Oscarcito se ponía en pedo y les contaba sus penurias con pelos y señales. Siempre era el aguafiestas de todas las reuniones. Entonces, con disimulo, nuestros amigos se iban, huían como ratas desquiciadas.
Trataba de consolarme pensando en el día en que mi amigo encontrara un laburo, pero él sólo miraba los partidos de fútbol y comía como si fuera la última cena de su vida.
Oscarcito parecía un púber lleno de acné. En vez de madurar, cada vez estaba más y más en la edad del pavo. Y lo peor era que ni yo podía aguantarlo más, ni justificarlo.
Con Elba las cosas no andaban mucho mejor, ella me trataba bien, pero me esquivaba en la cama. Decía que la menopausia la tenía mal y que los calores no la dejaban dormir. Yo me conformaba pensando que éste era sólo un mal momento.
Lamentablemente la solidaridad me trajo problemas con mi señora. Ella quería que mi amigo se fuera. Al principio, yo resistí, pero después, me armé de valor para hablar con él y decirle todo. De lo contrario, en vez de uno, seríamos dos los recién separados. Traté por todos los medios posibles de hablar con Oscarcito. Con sutileza y sin ofenderlo, para no dañar su orgullo. Pero él no se dio por enterado. Cuando pasaron seis meses y Oscar seguía en casa, se pudrió todo. Mi mujer me dijo que o se iba Oscar, o ella me dejaba. Me puso entre el espada y la pared. Me dio el ultimátum. Así que la convencí de que todo cambiaría.
Pero las cosas empeoraron de manera incontrolable.
Recuerdo ese día como si fuera ayer. Hacía un calor terrible, y decidí ir al club de pesca, para relajarme un poco y de paso ver si había pique. Elba no estaba en casa. Había ido a visitar a su madre. Con todo este asunto de Oscarcito ella estaba muy nerviosa y últimamente discutíamos con frecuencia, por cualquier pavada. Tenía ganas de convencerla para que me acompañara, pero preferí no molestarla. Así que preparé la caña de pescar, las carnadas, un termo con agua caliente para tomar mate, y me subí al auto.
El sol estaba bastante fuerte en el club. Me quedé en el muelle intentando pescar, mientras charlaba con otro hombre sobre las carnadas ideales y sobre lo mal que había jugado Boca el domingo anterior. Supongo que pasó tal vez media hora, o más. Estaba tan tranquilo que sinceramente perdí la noción del tiempo.
Eso era lo que me gustaba de estar en el club de pesca. La tranquilidad. No volaba ni una mosca, solamente oía a los peces chocar contra el río y algunas risas de los pibes que jugaban, mientras los padres trataban de pescar algo. Prendí un pucho y dejé la caña un minuto. No había mucho pique, pero la estaba pasando bien.
De pronto escuché un grito agudo y el sonido como de una cachetada, y todos los pescadores y sus mujeres gritaban como locos. La misma voz decía: ¡Degenerados, hijos de puta, cómo es posible qué den semejante espectáculo!? ¿No ven que este es un lugar familiar?! ¿Por qué no se van a un hotel? ¡Qué vergüenza! Con verdadero asombro giré la cabeza y vi que el degenerado en cuestión era nada más y nada menos que Oscarcito. Me quedé seco. Mis ojos no lo podían creer. Oscar, mi amigo del alma, el de toda la vida, cogiéndose a mi mujer sobre una canoa abandonada, sin el menor disimulo. Él con los pantalones a medio bajar, con el culo al aire y las zapatillas puestas. Ella, con ese vestido rojo tan provocativo que nunca quiso usar conmigo porque decía que le quedaba chico, que le apretaba demasiado las tetas. Con la pintura de labios toda corrida, los ojos bien abiertos y esa expresión de asombro que no podré olvidar jamás. Ambos mudos. Los dos transpirados a más no poder. Oscarcito se quedó embalsamado. Como una momia. Luego reaccionó y corrió por las instalaciones del club de pesca mientras cinco o seis tipos (incluido yo) lo seguimos con la intención de molerlo a palos. Las mujeres los putearon con palabrotas que ni yo recordaba conocerlas. En un segundo, cuando pude atraparlo, le di una piña en el ojo y le bajé un par de dientes. Los otros se ofrecieron para cagarlo a palos. Pero el muy guacho logró escapar. Ahí recordé que siempre, desde que éramos pibes, él me había ganado en todas las carreras. Transpiré como un beduino en el medio del desierto y tuve que sentarme en el suelo porque sentí que me quedaba sin aire. Lo único que me faltaba, pensé. Que me cague muriendo por una promesa de mierda. Y ya me los imaginaba. A los parientes cuchicheando en mi velorio y tratándome como a un fiambre cornudo. Faltaba más. Muerto por una promesa de mierda, y encima, cornudo. Sí. Si hasta veía mi propia lápida: Al cornudo, con afecto. Tus seres queridos.
Oscar subió al ascensor y se fue lo más rápido que pudo. Mejor, pensé aliviado. El corazón me iba a reventar de tantos latidos acelerados. Tenía miedo de que el bobo me volviera a fallar. Esta fue la gota que rebalsó el vaso.
Toda la gente del club miraba la escena como si fuera una película. No sé cómo ni en qué momento Elba había desaparecido, como si la tierra se la hubiera tragado. Yo pensaba que era mejor así, antes de que me agarrara la chiripiorca y los matara a los dos. ¡Y yo como un pelotudo pescando! Ese maldito desgraciado, gordo atorrante. No le había alcanzado con afanarme mi casa, mis hijos y hasta mi mujer. ¡Con razón estaba tan cómodo! Sin dudas yo era el rey de los pelotudos, ellos me habían coronado. ¿Cómo carajo no me había avivado? Esa maldita promesa era la causa de todos mis males.
Tenía tanta bronca. Ahora lo veía todo claro. Era como un ciego que había recuperado la vista. El muy turro se había quedado con todo lo que me pertenecía. Y yo era él último en enterarme, como todo cornudo.
¿Ahora entiende padre Quintana? Yo no estoy loco. Oscarcito me odia, siempre me odió. A pesar de que él tenía más facha y más guita que yo Elba me eligió a mí. Y con él sólo se acostó. Nada más. ¡Y pensar que era mi mejor amigo! Hasta le llenó la cabeza a mis hijos para que me internaran en la clínica. Oscarcito me hizo pasar por loco. Por favor, hable con Elba y digale que firme el permiso para irme. Todavía está a tiempo. Tengo que ocuparme de mi familia. Me quedaron las Biblias sin vender. Ayúdeme, padre Quintana.
Esta fue la última conversación que tuve con el padre Quintana. Y todavía lo recuerdo todo. Pero él estaba a favor de ellos. Así que decidí escaparme de la clínica y seguir el plan que tenía en mente desde hacía un año. Los junté a los dos, a Elba y a Oscarcito en el depósito donde aun estaban las Biblias. A ella le mandé una notita diciéndole que era él, y a Oscarcito igual. El verso era simple pero dio resultado. Los dos cayeron como perejiles. La cita era a las diez de la noche en el depósito, todo estaba preparado para una buena encamada. Justo lo que ellos necesitaban. Un nidito de amor. Ambos aceptaron. Ninguno sospechó nada. Yo todavía tenía una copia de la llave del depósito. Ninguno de los dos dudó en ir. ¿Será porque Oscarcito le habría mentido a Elba y ella creía que ya se había librado de las famosas Biblias y que el depósito estaba vacío? No sé. ¿Será porque Elba por fin me había olvidado o tal vez porque con el gordo no podía zafar con sus excusas de los calores? No sé. Pensé que esta era una manera romántica de morir. Una pareja y cien Biblias. Eso sí que era un verdadero homenaje a la fe. Bastó con un viejo anafe y el gas abierto. (Y con unos pesitos que le di al sereno de la clínica). Tenía la esperanza de que el gordo todavía fumaba. Yo lo había visto salir al patio de la clínica para prender un cigarrillo la última vez que ambos me habían visitado.
Me habría gustado verlos. Pero yo no podía. Estaba impedido, física y mentalmente. Así que me tomé una pastillita para dormir y soñé con algo extraño. De nuevo yo hacía una promesa a Dios.