miércoles, 17 de diciembre de 2008

Aburrimiento

Estoy sentada con la firme decisión de estudiar para ese examen. Mi compañera de la facultad me abandonó como un soldado cobarde que huye de los bombardeos en plena guerra. No es para menos siendo sábado y en una noche estrellada que invita más al jolgorio que a las matemáticas. Confieso que si yo fuera ella haría exactamente lo mismo.
Pero el lunes siguiente rindo ante un tribunal de profesores hartos de mi repetida presencia. Debo jugarme la última chance o de lo contrario me recibiré cuando esté jubilada.
Hace muchísimo calor y una molesta polilla sobrevuela mi lámpara mientras intento comprender el significado de algunas fórmulas que sólo sirven para complicarme la vida. Dispersa y molesta me levanto de la silla para buscar una excusa que me libere de este encierro. Me preparo un café bien negro con mucha azúcar y devoro la pizza que me sobró, olvidando que hoy debería comenzar la dieta.
No muy convencida de mis dotes de estudiante aplicada, envío varios mensajes de texto y nadie me responde. Me pierdo una hora imaginando las cosas interesantes que harán los demás mientras yo trato de forzar un encuentro con los apuntes de la facultad como quien se engaña al salir con un hombre que no le gusta.
Las hojas se amontonan sobre mi mesa y la borra del café presagia una mala nota en la libreta universitaria. No hay caso. No puedo concentrarme y de nuevo deliro en fantasías irrealizables. Apoyo el mentón sobre mi mano y sueño despierta. Tal vez con ganarme la lotería y viajar por el mundo, o que me den algún premio novel o enamorarme de un excéntrico millonario y mudarme de este oscuro departamento a las Bahamas, para no tener que pensar nunca jamás en el alquiler.
Me quedo con la esperanza de que suene el teléfono y no pasa nada. Levanto el tubo para confirmar si tengo tono y todo está en orden. Nadie toca el portero eléctrico. Es una noche como para morir de aburrimiento.
Los cuadros yacen colgados de la pared y no se atreven a moverse de sus respectivos clavos. El sillón permanece mullido sin que nadie lo utilice. Una pila de libros, fibras fosforescentes y apuntes me esperan en vano. Si hasta mi celular resulta obsoleto.
Sigo rodeada de inútiles objetos que no quieren hablarme, ni contarme secretos, ni discutir sobre lo que dice el informe meteorológico para mañana. Para derrotar el aburrimiento decido encender la radio, pero sólo descubro música funcional que ocupa el espacio pero no transmite nada. No han quedado ni los locutores, que a veces gritan para levantar el ánimo a los ermitaños que al igual que yo, intentan estudiar un sábado a la noche porque así es la vida.
Cuando se acabó la pizza fría y no tengo más ganas de calentar el café, decido espiar a los vecinos de enfrente como un nuevo entretenimiento. A la par pongo la tele y golpeo con fuerza los botones del control remoto que justo hoy se está quedando sin pilas. Nunca hay nada los fines de semana, sólo películas viejas y algún documental repetido que ya lo vi veinte veces.
Asumo que esta noche no estudiaré y me aburro con la programación de siempre. Por momentos detesto la soledad de mi departamento y tomo la repentina decisión de dormirme en el sofá hasta que sea domingo y deba estudiar a contrareloj, bajo la amenaza de rendir mal.
Miro a los de enfrente. Una familia común. Como cualquier otra. Ellos no sospechan que observo su vida cotidiana. Decido tomarlos como un pasatiempo, como un juego de mesa en un día lluvioso, que sirve para esquivar la monotonía de nuestra propia existencia.
La familia perfecta sigue con el curso de su vida e ignora mi intromisión. Los miro en detalle, como si tuviera un zoom en mis ojos. Los acerco o los alejo de acuerdo a los caprichos de mi repentina curiosidad. Ellos son mi único contacto con el mundo exterior y me aferro a sus movimientos para salir del hastío. Al menos por un instante.
Sigo sin quitarles la vista de encima. Los miro uno por uno. Abro la ventana con disimulo para escuchar mejor. La escena es tan simple como la de una familia simple. Nada del otro mundo.
El bebé llora. La madre lo alza y sigue llorando. El padre lo acuna y no deja de hacer pucheros. La abuela le hace mimos y rompe en un llanto que aumenta a medida que me acerco a la puerta de la casa. Siento que me quedan dos caminos, o matarlos a todos o subir el volumen de mi televisor. Como la luz se acaba de cortar, agarro un cuchillo y me acerco lentamente. Al llegar al departamento de mis vecinos, descubro que alguien me ganó de mano.

domingo, 5 de octubre de 2008

Ceremonia

Desde hace veinte años Rubén trabaja en la casa funeraria de la calle Ocampo. Digamos que vive encerrado en esos largos pasillos en los que a toda hora entran y salen coches fúnebres decorados con inútiles flores que el tiempo se encargará de marchitar. Piensa que a la muerte hay que tomarla con calma, y evita esas palabras de consuelo que se tornan absurdas ante lo inevitable. Rubén es un hombre calvo, de unos sesenta y pico de años y heredó el negocio familiar cuando su padre falleció.
Hijo único y soltero por decisión propia, siempre pasó las horas maquillando los cadáveres para cada funeral y haciendo uso de la discreción en los momentos necesarios. Antes su sueño era maquillar a estrellas del espectáculo, pero las cosas se dieron así. Aprendió a aceptar su profesión como un hombre admite los defectos de un ser querido. Le tocó maquillar mujeres pálidas, que él trató de restaurar sus encantos con un poco de base. En algunas oportunidades no podía contener el llanto al ver cadáveres que ahora lucían amarillentos por los efectos de un cáncer y en otro instante tenían las mejillas encendidas. Lo mejor que él podía hacer era devolverles una buena imagen de lo que fueron en vida.
No le quedaba ningún familiar. Él mismo se ocupó del sepelio de su padre, sus tías y algunos parientes lejanos. Utilizó fotos de ellos para rescatar la imagen de cada uno y así poder recordarlos. Los maquilló con absoluta dedicación antes de la despedida.

Los primeros años fueron bastante difíciles, ver tantos difuntos le provocaba nauseas y al regresar a su departamento tenía pesadillas. Para Rubén no hubo muerte más triste e inaceptable que la de un bebé recién nacido, ese recuerdo le quedó impreso en la memoria para siempre. El blanco ataúd parecía una broma pesada en medio de la sala mortuoria y las flores no servían para disipar tanto dolor.
Al principio vivía en un departamento cerca de la casa funeraria, pero cuando su padre murió, Rubén debió mudarse ahí mismo. Se instaló en un pequeño cuartito donde antes guardaban objetos inservibles y puso una cama. Completaban el mobiliario un velador y un ropero que era de su papá. La habitación lucía bastante sencilla, ni siquiera tenía una ventana. Sólo una claraboya de forma ovalada, y ese olor a formol que la casa entera parecía conservar, como si ella también hubiera muerto.
Nunca fue un gran conversador, sólo se limitaba a contestar las preguntas que los clientes le hacían. Algunos deudos tenían exigencias a la hora del funeral que Rubén cumplía sin mostrar asombro, podría haber escrito un libro con todas las anécdotas de cada velorio. Una vez los familiares de un fallecido, hicieron fabricar un ataúd con forma de biblioteca donde colocaron todos los libros del difunto, que era un lector empedernido y un accidente le había provocado la ceguera total. Decían que ahora que estaba con Dios, éste le devolvería el don de la vista al llegar al cielo. Y no fue sólo esta experiencia. Hubo el caso de unos hermanos gemelos que a la edad de ochenta años decidieron ir juntos a un prostíbulo y al parecer el corazón les falló a ambos en pleno acto sexual. La familia le pidió que los maquillen para disimular las marcas de las mordidas que tenían por todo el cuerpo. Los parientes que fueron al funeral creyeron que los ancianos habían sido ferozmente atacados por una jauría. Nunca supieron la verdad. Rubén aún recuerda a una mujer que se había suicidado y la descubrieron ahorcada en la cocina, mientras la comida se cocinaba a fuego lento y olores más agradables invadían el ambiente. El desdichado marido la encontró con una nota en la mano. Al llegar los policías descubrieron que no era de despedida, sino una receta de cocina, la única inconclusa. Él se empecinó en dejarle comida a la esposa por si tenía hambre en el más allá, y con el correr de las horas, en pleno verano, el cajón despedía un olor nauseabundo que no era precisamente del cadáver. La gente, por respeto, no dijo nada y soportó el fétido aroma durante todo el velorio.
Sería interminable la lista de sucesos que no se condecían con la ceremonia de la muerte. Desde muertos equivocados que la funeraria debía devolver a sus deudos originales como quien regresa un producto en mal estado, hasta gente que en pleno funeral discutía a los gritos por cuestiones económicas, dejando al fallecido solo en el cajón, y propinándose golpes de puño en la calle. A Rubén nada parecía perturbarlo, a estas alturas permanecía inmune a la muerte.
Se esforzó por ayudar a los demás y estar presente en el dolor ajeno en el peor de los momentos. Las noches se hicieron un poco largas, viendo llorar a personas con rostros distintos, nombres extraños y muertes traumáticas. Hubo veces en que la misma muerte se le antojó como una obra teatral, repetida cada día por diferentes actores.



Una mañana Rubén quiso moverse pero le resultó imposible, no tenía percepción de su propio cuerpo. Cuando intentó escapar descubrió que él mismo maquillaba su propio cadáver que yacía en una camilla de acero inoxidable.
La ambulancia llegó puntual. Dos hombres vestidos de blanco lo subieron y le colocaron la camisa de fuerza.
Fue un día tan opaco como cualquier otro.

miércoles, 20 de agosto de 2008

El reemplazante

Yo estaba completamente solo en el mundo. Había perdido a mis familiares en un accidente automovilístico, y por una depresión profunda no tenía trabajo estable, ni donde caerme muerto. Parece que mi oficio anterior ya estaba en vías de desaparecer, como un animal en extinción. Hoy día ya nadie necesitaba una persona como yo, para arreglarle los electrodomésticos, hasta las familias menos pudientes adquirían productos nuevos. Sin nadie a quien pedirle ni una moneda, se me ocurrió una idea de esas salvadoras.
Decidí poner un aviso en Internet, donde figuraba mi foto y un texto que titilaba en la pantalla con esta frase: “Rubén Quinteros, reemplazo a cualquier familiar o amigo en situaciones límites. ¡No dude en llamarme! Presupuesto sin cargo”. A continuación, un texto detallaba los pormenores del servicio que yo brindaba para aquellos que tuvieran la necesidad de escapar de sus monótonas vidas, mientras los reemplazaba ocupando su lugar. Nada despreciable para cualquier ser humano atareado.
Sinceramente, nunca creí que alguien podría recurrir a tan extraño servicio. Me equivoqué. Al encender la computadora, encontré el mensaje de un tipo que se parecía mucho a mí. La única diferencia en la foto que me enviaba, era que Ricardo Ayala tenía los ojos verdes. En todo lo demás, éramos dos réplicas exactas. Ambos de cabello corto renegrido, ojos achinados, y de un metro ochenta de estatura. Lo sorprendente, era que hasta el tono de voz compartíamos. Sólo pude “conocer” a Ricardo a través de la cámara web, que él mismo había instalado en un hospedaje secreto donde se hallaba oculto.
Recuerdo nuestra conversación, me dijo:
-¿Rubén Quinteros?
-Sí. ¿Es usted Ricardo Ayala?
-Sí, señor. Yo quería contratarlo por dos meses. Este es mi plan: Resulta que mi matrimonio se está desmoronando y ya no aguanto más esta situación.
-¿De qué manera podría ayudarlo?
-Usted debería reemplazarme sólo por dos meses, fingir que soy yo. Eso me daría tiempo para emprender un viaje y pensar qué hago con mi vida. Mi familia vive en el barrio de San Martín Milagroso, a pocas cuadras de su domicilio. Hace veinte años que estoy casado con Norma Paredes y tengo dos hijos, Juan Ignacio y Macarena. Mi mujer es una compradora compulsiva que me está llevando a la ruina. Los chicos, viven encerrados en su cuarto, ni amigos tienen. Un desastre mi vida. Con decirle que acá ni el perro se salva. Un dogo argentino que Norma hizo adiestrar por si entran ladrones. Una locura. Si ya no existen los robos, eso era en el pasado. Bueno, espero que me haya comprendido. Le dejaré su pago virtual cuando esto finalice. Bah, si es que decide aceptar.
-Mire, Ayala. Yo soy un hombre solitario. No tengo compromisos de ninguna clase, ni ataduras familiares. Así que si quiere, mañana mismo comenzamos. ¿Podría enviarme una filmación para conocer las caras de mi nueva familia?
-No se preocupe Quinteros. Ya mismo se la enviaré. Gracias y que tenga suerte.
-Nos vemos a la vuelta de su viaje.

Después de estudiar los rostros de la familia Ayala, me aprendí de memoria hasta los gustos personales de cada hijo, las fechas de cumpleaños, y otros menesteres para convertirme en el nuevo Ricardo Ayala. Estaba tan ansioso que no pude dormir. De todas maneras, no tenía nada que perder.
Al día siguiente, entré a la casa atravesando un pequeño jardín donde un dogo argentino de gran porte casi me convierte en su menú del día. El perro, me saltó con las dos patas delanteras hasta que logré tranquilizarlo con una extraña canción de cuna que el verdadero Ricardo Ayala me había enseñado, por si el animal no reconocía mi olor. Como su olfato ya estaba en plena decadencia, logré escapar de su acecho. En la puerta de entrada, que se comunicaba con el patio donde estaba el dogo, una mujer alta de cabello ondulado lo llamó con un gesto despreocupado, como si se tratara de un caniche, o un salchicha y no de esa mole amenazante de color marfil.
-¡Judas! ¡Judas! Vení con mamita a comer dulce de leche.
Mi corazón era una batucada incesante. Si el perro me hubiese reconocido como un impostor, estaba frito. La señora era Norma Paredes, que con una cucharada de dulce de leche había tranquilizado a Judas. Yo no podía creer que semejante perro comiera dulce de leche. Ayala había olvidado contarme esto. Por suerte yo estaba entero. Aunque no era muy creyente, era el momento ideal para agradecerle a Dios.
Para parecerme más a Ricardo, me había puesto unos lentes de contacto de color verde, que convencieron a Norma. Ella nunca tuvo dudas de quien era yo. Con eso, me las arreglaría al menos por dos meses. Claro que aún no estaba resuelta una cuestión. ¿Qué haría cuándo ella me buscara para tener relaciones sexuales? No lo sabía. Algo se me ocurriría para evadirla, de lo contrario sería hombre muerto. Lo único que me faltaba, pensé. Resolverle la vida a este tipo, resolverle la muerte (si me pescaba con su mujer) y encima ad honorem.
Macarena tenía sólo diez años. Era la menor de los Ayala. Y tan caprichosa como su madre. Si no le daban lo que pedía era capaz de alterar los decibeles máximos que cualquier tímpano podría soportar con sus grititos histéricos y un llanto aterrador. Juan Ignacio había cumplido el mes pasado catorce años. Nunca hablaba con nadie. Estaba con la computadora todo el día, hasta que se quedaba dormido sobre el escritorio. Ambos pichones de Ayala eran dos pequeños tiranos cuya madre no se molestaba en ponerles límites. Por lo que supe, con el correr de los días, Ricardo Ayala era un bohemio que nunca había transpirado ni una gota de sudor para mantener a su familia. Los padres de Norma Paredes los mantenían a ambos. Por eso, Norma derrochaba el dinero en cursos inútiles sobre el alma de los gnomos espirituales y prendas que nunca usaba.
Ahora comprendía la razón por la cual Ricardo Ayala quería escapar de su familia, esconderse bajo tierra como un topo.
Fue un mes agotador, con discusiones acaloradas en las cuales Norma nunca me daba la razón, compraba miles de objetos inútiles con la tarjeta de crédito y yo me quedaba horas en el baño, para no oír sus reproches. Debía soportar a mis hijos postizos que le hacían la vida imposible hasta al pobre de Judas que les gruñía ya sin ganas. Tenía que ser valiente, ya que sólo me quedaba un mes más y pronto volvería a recuperar la libertad.
Perdí la cuenta del tiempo que transcurrió desde ese día en que llegué a la casa. Hasta hoy. Me ví en el espejo del baño y ya me están saliendo algunas arrugas alrededor de los ojos. Mi relación amorosa con Norma se transformó en un contrato tácito de indiferencia mutua. Los chicos ya empezaron la facultad, tanto Macarena como Juan Ignacio no están en todo el día. El único que me juró fidelidad eterna es Judas, que quedó completamente sordo y ya no recuerda ni cómo asustar a los posibles intrusos.
A veces no sé quien soy. Si Ricardo Ayala o Rubén Quinteros.

sábado, 19 de julio de 2008

La Parlanchina



Un viaje

Paula Escudero


Arriba del micro todo comenzó a desdibujarse, las vacas se convirtieron en una mancha confusa mezcla de blanco y negro, los árboles en hojas borroneadas, monigotes garabateados en verde intenso, los campesinos en puntitos lejanos cabalgando sin rumbo fijo. Cada gota de una lluvia intensa golpeó con rudeza las ventanillas, el olor a barro traspasó aquel recinto donde las horas nunca parecían transcurrir, donde cada ser humano repetía algunas acciones como una guarda decorativa: los pasajeros roncaban con la boca semiabierta, con los ojos en pleno movimiento del sueño, otros escuchaban música sólo para sus oídos mientras dejaban escapar alguna estrofa desafinada y los más valientes sufrían los vaivenes del baño sobre cuatro ruedas.
Cuando despertó, Nicanor supo que algo raro pasaba. No tenía idea de la hora, ni tampoco del lugar. Las nubes anunciaban tormenta en esos colores grisáceos que parecían comerse el cielo de un bocado, las vacas habían desaparecido, las voces del resto de los pasajeros eran nada más que tibios murmullos inalcanzables al oído humano. Se irguió en su lugar, y dio vuelta la cabeza para mirar a los demás. Sorprendido, descubrió que sólo quedaban en el último asiento una madre que parecía milenaria junto a su hija de 7 u 8 años. Ninguna de ellas lo miró, como si no existiera. Hablaban en una jerga intermitente mientras la madre tejía con lanas de distintos colores. Eran dos extrañas en un micro que no llegaba a destino. Trató de acercarse al chofer, un gordo lleno de tatuajes con gorra de marinero que vestía una bermuda azul oscuro y una camisa arrugada. El tipo no contestó a ninguna pregunta, sólo dibujó una mueca en su rostro y siguió manejando mientras Nicanor perdía las esperanzas de saber su paradero. Ahora sí, estaba perdido. Con la incierta compañía de tres personas, y sin poder comunicarse. Esto le pasaba por quedarse dormido, para colmo el frío se sentía, y no tenía una campera, ni una manta. Descubrió que había subido al micro equivocado. Ya era tarde, ahora tenía que saber dónde estaba, en medio de esa inmensidad. A la madrugada, el coche quedó vacío, hasta el chofer se bajó en un paraje lleno de camiones donde abundaban viejos jugadores de naipes, cocineras gordas con perfume a frito y prostitutas desvencijadas vestidas en tonos fosforescentes, que fumaban en una mesa contigua a la de él. No podía encontrar un cartel indicador, ni una sola persona que hablara español, todos eran un tumulto de voces extrañas en la noche cerrada. A duras penas, por medio de señas, se hizo entender. El estómago le crujía tanto que se devoró la sopa grasienta que le trajo una vieja que atendía el bar. El hambre pudo más, nunca en su sano juicio él hubiese comido semejante asquerosidad, pero esa era otra cuestión. Sin dudas este viaje era lo de lo más inesperado.
Más tarde todos los que estaban allí se quedaron dormidos, muchos a la intemperie, a pesar del frío, otros sobre casas rodantes destartaladas que eran la mejor opción. Sólo quedaron los olores en el aire noctámbulo, restos de comida saqueada por las moscas y la luz titilante del neón que alumbraba el bar con un nombre bastante contradictorio, se dijo Nicanor: El Milagro.
Pensó en una alternativa para pasar la noche. Caminó varias cuadras donde las casitas eran pequeñas, las luces permanecían apagadas y no se veía ni un pájaro. Nada que respirara. De madrugada y con los chispazos de una tormenta eléctrica que brotaba de las nubes, Nicanor llegó hasta una Iglesia muy antigua. La puerta estaba abierta, y desde adentro salía un olor a humedad intenso. Los santos decoraban las paredes, con ojos que tenían vida propia en el silencio duradero y aterrador. Los confesionarios cerrados escondían los secretos de mucha gente del lugar, penas ocultas que algún sacerdote debía guardar en su memoria. Las velas se mantenían encendidas a pesar del viento que entraba a escondidas, los feligreses sin duda dormían bajo techo, a salvo de sus propios pecados. Le daban un poco de miedo las iglesias, pero la lluvia era cada vez peor y no conocía esa ciudad. Así, se quedó dormido, abrazado a la mochila que llevaba como único equipaje sentado en esos bancos interminables que la gente solía usar para asistir a la misa.


Al despertar no entendía nada, se vio rodeado de un grupo religioso con hombres, mujeres y niños que oían el sermón de pie. Nadie advirtió su presencia, los cánticos llenaron el lugar como un eco y varias ancianas caminaron con esas canastas pequeñas para pedir la limosna correspondiente. El cura, que parecía de origen africano, pronunció un discurso incomprensible que acompañó con movimientos de manos y gestos exagerados ante la presencia de un grupo de fanáticos que se colgaban de la sotana a los gritos.
Quería hablar con alguna persona y no le salían las palabras. Sentía ganas de llorar, de pedir ayuda y estaba solo. Perdido en ese lugar desconocido. Tal vez alguien de su familia lo reclamara. No podía recordar ni la fecha, ni la hora solamente su nombre, que discretamente anotó en un papel de caramelo para no olvidarlo.
Salió de la Iglesia con la mochila al hombro cuando unos pájaros negros se le posaron sobre la cabeza dando brincos y moviendo las alas de manera incontrolable. Los espantó con ambas manos hasta que treparon a la copa de un árbol. Caminó varios kilómetros sin tomar un descanso, ya no sentía ni hambre, ni sed, ni ganas de ir al baño. El sol le daba en la cara, los pies seguían deambulando por un camino de tierra laberíntico en busca de otro ser humano. Luego de un rato, se cruzó con una pareja de ancianos que le resultaba familiar, ambos vestían con atuendos de otra época. Pasaron de largo en una vieja máquina agrícola que levantaba polvareda en su andar. Nicanor quiso gritarles, pero las palabras no querían salir de su garganta. Como si las hubiera olvidado. Ellos, desaparecieron fundidos en el horizonte sin dejar ni siquiera un rastro, ni una huella.
Su memoria tenía huecos que lo hacían dudar de la realidad, le pesaban los ojos como piedras gigantescas, las manos le sudaban con un leve temblor y por momentos creía ver seres muy similares a los suyos, réplicas exactas que se diluían al instante. Con mucha dificultad logró llegar hasta El Milagro cuando el atardecer despuntaba, y el sol se escondía con la astucia de un ilusionista. Las mesas vacías no tenían rastros de vida, las casas rodantes abiertas invitaban a los intrusos y los árboles yacían mudos. Creyó sentir el mismo olor a la sopa grasienta de la noche anterior, el choque de los cubiertos en esos platos ordinarios, los gritos de la gorda cocinera llamando a los comensales. Miró en todas direcciones. Las prostitutas con el cigarrillo encendido, los viejos jugando a los naipes, el cura africano dando la misa, los feligreses clamando en los oscuros confesionarios y el recorrido que dejaban las velas con el humo al encenderse. La nena con su madre tejían como siempre, el chofer tatuado mantenía intacta esa mueca intrigante encendiendo el motor.
Nicanor, saludó a cada uno de ellos con un leve movimiento de la mano derecha y emprendió el viaje de regreso.