miércoles, 25 de febrero de 2009

Vecinas

El día que me mudé al edificio dormí como una marmota. Sin nada en la heladera, sin amigos, y con la casa hecha un verdadero caos no tenía mejor opción que pretender que al día siguiente todo sería mejor.
En el noveno piso había tres departamentos: en el “A” vivía una pareja gay de dos muchachos que según escuché, entre bambalinas, o sea en esos chismes “ascensoriles”, eran dueños de un local de ropa de alta costura, la verdad nunca se los veía en todo el día; al “B” no sé quien lo habitaba, y el “C” era mi departamento, regalo de una tía solterona que nunca tuvo hijos y antes de morir me lo dejó. Me daba un poco de impresión oler los muebles pasados de moda, mirar las flores artificiales que ya estaban juntando tierra en un rincón y escuchar algunos longs plays que la tía Enriqueta había olvidado. Pero…”A caballo regalado no se le miran los dientes”. El lugar era más bien antiguo, y los departamentos formaban como una letra “C” que era rodeada por un barandal de hierro con esos ribetes curvos que hoy día ya nadie se tomaría el trabajo de hacerlos. A un costado, el ascensor dejaba observar los “pasajeros” ocasionales a toda hora del día. El edificio era un chiste a la modernidad, en medio de tantas torres seriadas, en pleno centro de la urbe.
Como el calor de noviembre ya se sentía en el aire, tomé la costumbre de levantarme muy temprano para poner la casa en condiciones vivibles. Tuve que hacer un inventario de todas las cosas inútiles que sólo me traerían alimañas. La alacena tenía gran cantidad de alimentos vencidos, algunos con gorgojos adultos, otros con marcas comerciales que ya no existían, servilletas de tela amarillentas por el inevitable paso del tiempo, vasos de esos con flores dibujadas y un viejo sifón de soda como reliquia de aquel sitio olvidado. Los cubiertos eran de plata original, los platos de porcelana y los palos de amasar me recordaban a un bat de béisbol. Un grupo de hormigas se paseaba dentro de una azucarera rota que tuve que echar al tacho de basura evadiéndolas antes de que se me suban por el brazo. Se ve que nadie había limpiado desde quien sabe cuando. El baño no mostraba mejor aspecto, con los azulejos negros de antaño, esos lavatorios enormes y el botiquín fileteado con unas florcitas blancas apenas visibles. Los productos de la tía Enriqueta eran los de una vieja solterona que espantaba las moscas con el matamoscas de plástico y usaba batón todo el santo día. Talco para pies, colonia con aroma fuerte, medicamentos y una pequeña tijera para cortar las uñas. Después de juntar lo innecesario en varias bolsas de consorcio, tiré todo a la basura.
Al mediodía me fui al trabajo con un poco de sueño, ya que no había podido dormir la noche anterior debido a unos ruidos extraños que no cesaron durante toda la madrugada. Pensé que tal vez era la ansiedad que me dominaba, con todo este asunto de la mudanza tan repentina. Ahora tendría mi propia casa, sin soportar a mis hermanos adolescentes saltando sobre las cuchetas ni a mis viejos con sus ataques de moralidad pública.
Al regresar, el silencio era total. Acá los sonidos no filtraban con tanta facilidad, ni los vecinos paseaban por los pasillos exponiendo sus miserias frente a las puertas de los otros. Reinaba una tranquilidad absoluta. En toda la jornada sólo le había visto la cara al portero, que me había solucionado un problemita doméstico para no morir electrocutada por mi propia inexperiencia, al empleado del supermercado y a un cartero del correo privado que no pronunció media palabra. Sentía un poco de soledad, en esas paredes viejas.
Me preparé un sándwich porque aún no me habían conectado el gas y luego traté de dormir una siesta, ya que por la tarde debía volver a trabajar y estaba agotada con el intenso calor del mediodía. Cerré las persianas, aún sin cortinas hasta que escuché otros ruidos nuevos. Con disimulo, acerqué un vaso de vidrio a la pared igual que cuando era chica, como si alguien pudiera verme. Eran chillidos que resaltaban sobre una voz que cantaba algo y conversaba con otra supuesta persona. Yo pensaba que en el “B” no vivía nadie. Por lo visto no era así. No podía dormirme a causa de la intriga, y como ya era tarde para esa siesta frustrada decidí ver con mis propios ojos quien era mi vecino. Usé la vieja estrategia de la taza de azúcar prestada y salí al pasillo.
Toqué la puerta varias veces porque el timbre no funcionaba y nadie contestó. Lo único que se escuchaba de fondo era un cantante lírico que se parecía mucho a Luciano Pavarotti y un olor a zoológico salía como una invitación por debajo de la puerta. Sin pensar en las consecuencias de invadir un domicilio ajeno, tiré del picaporte con suavidad y la puerta cedió. Entré en puntas de pie, sin respirar, la casa tenía el aspecto de un lugar selvático con helechos colgantes en todos lados y cuadros coloridos en las paredes. El intenso olor seguía firme, como si nadie pudiera evitarlo. La voz del cantante de Ópera ya no sonaba, ahora el sonido era como de púa gastada. Me metí en un pequeño lavadero que para mi asombro tenía animales de toda clase como perros callejeros, gatos sin alguna extremidad, loros mudos y una gallina que cojeaba al caminar. Sin recuperarme del estupor, sentí que una mano temblorosa me tomaba por el hombro sin decir absolutamente nada. La mujer tendría como noventa años, el cabello se le veía azulado de tantas canas y le llegaba a la cintura, los ojos lucían transparentes y llevaba un vestido largo azul oscuro. No tenía zapatos y veía sin ver. Ciega por completo vivía sola en aquella selva urbana.
Los susurros de mi siesta postergada eran las conversaciones que doña Lupe, así era su nombre, mantenía con sus animales. Los ojos se le habían apagado por un trauma infantil que nunca pudo superar, desde esa época en que ella aún usaba trencitas, sus padres le habían regalado toda clase de mascotas que casi siempre y en la mayoría de los casos tenían algún defecto físico, rescatadas de la calle. Lupe creció con sus sonidos y los olores que estos despedían. De joven, se casó con un cantante de ópera que siguió la tradición de los obsequios hasta que murió al caer de un caballo. Ella se mudó de la casa en el campo donde vivían porque decía que todas las noches lo escuchaba cantar, aún después que dejó este mundo. No pudo resistir la oportunidad de traer a todos las mascotas consigo.
La confianza era una virtud que pocas personas sabían obtener, la ceguera de Lupe le hacía mirar con otros sentidos a los demás. Por lo general no salía mucho a la calle, desde que el marido falleció. Él oficiaba de lazarillo hasta que un pariente le quiso regalar un perro para que la guíe, en lo laberintos de la ciudad. Ella nunca aceptó un perro de estirpe, sólo aquellos con deficiencias.
Yo sentía esos ruidos cada noche, como de sillas corriéndose, mesas chirriando contra el piso, voces indefinidas cuyos diálogos no podía entender y ese olor permanente en el aire. Trataba de cerrar los ojos con fuerza para no pensar y veía que el radioreloj daba un zarpazo para cambiar de hora hasta que el sol se inmiscuía por mi ventana. Así durante varios meses, tantos que el verano terminó y algunos misterios me quedaban sin revelar.
Una tarde que llegaba al edificio cargada de bolsas, me sorprendió la noticia en la pared del palier donde una carta intimidatoria detallaba las razones por las cuales una veintena de vecinos habían puesto su firma para echarla a Lupe, por ruidos molestos, olores nauseabundos y comportamiento impropio para una vecina. Observé en detalle la lista y solo faltaban pocos. Era ofensivo tener que verles las caras en semejantes circunstancias, pero odiaba la injusticia de estas personas a las que nunca había cruzado.
Tomé coraje y decidí que al día siguiente iría a la reunión de consorcio. Alguien tenía que defenderla y esa era yo. Opté por no decírselo a ella, para que no se hiciera malasangre.
La reunión se postergó para las nueve de la noche. Llegué con el tiempo justo y pedí disculpas a todos. Ninguno me dirigió la palabra. Sabían de mi amistad con Lupe. Escuché con irritación las acusaciones estúpidas y dije todo a favor de ella. La cosa no pasó a mayores porque el portero interrumpió la reunión amenazando con llamar al empleado de seguridad. El consorcio tomó la irrefutable decisión de echarla del edificio. Hubo caras de satisfacción en muchos vecinos.
Me fui con los ojos llenos de lágrimas para buscarla. Entré despacito, como aquella vez y no había nada. No quedaban Lupe, ni sus perros lisiados, ni la gallina renga, ni los helechos colgantes. El departamento estaba vacío.
Como si ella nunca hubiera existido.