tag:blogger.com,1999:blog-47064730306977665142023-11-15T07:22:16.880-08:00La ParlanchinaPaula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.comBlogger14125tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-71508702106037500332011-01-17T09:51:00.001-08:002011-01-17T09:51:55.721-08:00La promesaSuele pasarme a menudo. Intento deshacerme de ellos y no puedo. Se me va el coraje. Es así. Yo que soy un tipo de carácter, no puedo. Me cuesta echarlos. Sacarlos de mi vida. Y lo peor es que sufro. A veces lo hablo con mis amigos y me dicen que no sea gil, que tome el toro por las astas. Pero la verdad, hasta el día de hoy, me resulta imposible. Mi señora se hace más malasangre que yo, lo cual es mucho decir. Esto parecerá una pavada, pero me ha traído problemas. Hasta mis hijos me lo han dicho. Papá, aflojá un poco. Pero no puedo.<br />Yo me jubilé hace un año. Fue por fuerza mayor. Ya que sufrí dos infartos. Era eso o no contaba el cuento. Nunca fui un chupasirios, ni siquiera he pisado una iglesia en años. La cuestión es que me cagué en las patas. Por eso, cuando me internaron por lo del corazón, le hice una promesa a Dios. Que si salía de esta iba a ser amable con todo el mundo. Sin excepciones. Hasta con mi suegra, que nunca me quiso. Tal vez se me fue la mano, pero una promesa es una promesa. Y yo soy un tipo chapado a la antigua. A mí me enseñaron que la palabra tiene valor. Por lo tanto desde ese momento la he cumplido. ¿Me entiende, Padre?<br />Después de la operación las cosas cambiaron. Yo cambié. <br />Me acuerdo del día que me pasaron de terapia intensiva a sala común. Me sentía cansado y bastante asustado. Cuando estuve solo, y se me pasó un poco el efecto de la anestesia, me di cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Creo que ahí se me cruzó por la mente aquello de la promesa. Le dije al médico si podía llamar a mis hijos, a Elba, y a Oscar, mi mejor amigo, porque todos estaban en la sala de espera. <br />Cuando entraron a la habitación los reuní y les hablé sobre la promesa. Era la primera vez en mi vida que yo le hacía una promesa a Dios. Antes solía burlarme de la gente que hacía promesas, porque decía que eran pura cháchara. Esta vez Dios me había dado otra oportunidad y no podía desperdiciarla. Mi promesa era simple y complicada a la vez. Estaba dispuesto a cumplirla. Trataría de ser solidario con los demás y dejar de lado mis propias necesidades. Eso me parecía mucho más sacrificado que ir caminando hasta la Virgen de Luján o donar comida para los chicos pobres.<br />Mis hijos se rieron de mí con una sonrisa burlona y mi mujer sólo me tomó la mano, pero puso esa cara que pone la gente cuando piensa que uno está chamullando.<br />Oscar me dijo que estaba de acuerdo con mi decisión, pero noté que no me creía. La puerta de la habitación estaba entreabierta, y el médico, que justo estaba en el pasillo esperando para entrar a revisarme, miró de reojo a mis hijos y les hizo un guiño. Se ve que el tipo ya estaba acostumbrado a estas cosas. No me importaba. Yo estaba dispuesto a cumplir con mi promesa. Dijeran lo que dijeran los demás. Ese era mi desafío. Créame que no fue nada fácil.<br />Al principio, muchos amigos y parientes pensaron que lo mío era una cosa pasajera. Pero no fue así. Una mañana tocaron a mi puerta dos mujeres vestidas con polleras largas hasta los pies y cada una con una Biblia, para darme un largo sermón. Juro que en otro momento las habría sacado de raje, pero esta vez las invité a pasar y les serví un café, mientras ellas me hablaban de las ventajas de su religión y del fin del mundo. <br />Yo las miraba mientras pensaba en que había estado a punto de morirme y confieso que tenía miedo. Lo extraño es que no podía echarlas, era como si una fuerza superior a mí me lo impidiera. Todo había pasado demasiado rápido. Lo del infarto, lo de la operación, lo de la promesa, y ahora me sentía raro. Estaba en mi propia casa escuchando el sermón interminable de dos fanáticas religiosas, y no me salía ni media palabra. Solamente las miraba con asombro, y a cada comentario fatalista asentía con un leve movimiento de cabeza, y atinaba a servirles más café, mientras seguían advirtiéndome sobre la destrucción de la familia y la inevitable llegada del fin del mundo. No paraban de hablar. En ningún momento levantaban la voz. Sentía que esos ojos me observaban y que cada palabra era dirigida a mí.<br />Pensé que sólo se quedarían unos minutos, pero al mirar el reloj vi que ya hacía tres horas que estaban en casa. Me quería morir. Era tardísimo. Yo tenía que hacer unos trámites, y seguro ya habría cerrado el banco. Al mes siguiente volvieron. Y yo aguanté todo, se lo juro. Esta vez eran dos hombres trajeados, a pesar del calor terrible, y apenas se les entendía al hablar. Supuse que eran norteamericanos, y la verdad es que no me dio el corazón, ni las ganas, para decirles que estaba ocupado, que se fueran. Ellos me dejaron un libro con imágenes aterradoras en las que miles de personas padecían hambre y desastres naturales, como terremotos, incendios forestales y tsunamis. Acepté el libro con mi mejor voluntad y los despedí con una sonrisa amable. <br /> Al mes siguiente, y al otro, y al otro, me llegaron más libros a casa. Todo pasó muy rápido. Ni siquiera me acuerdo en qué momento les di mis datos personales. Ni sé en qué pensaba cuando lo hice. Los dos hombres eran sumamente educados y yo no me atreví a decirles que no. El detalle fue que cada libro costaba una fortuna, y nadie me lo había dicho. No tuve valor para deshacerme de ellos o reclamarles nada, y los pagué. Uno a uno.<br />Luego me convencieron de que la mejor manera de servir a Dios era vendiendo cien Biblias a personas que como yo, estaban desorientadas en la vida o atravesando un mal momento. Pensé que esto sería una señal de Dios, y que a pesar de que yo no era tan creyente, él me daba otra oportunidad. Lo único que me pareció complicado es que debía venderlas en el menor tiempo posible. De esta forma lograría mi objetivo espiritual. Conseguí el dinero gracias a Oscar, y le prometí devolvérselo apenas cobrara la jubilación. Estaba preocupado por esto, pero sabía que todo era por un acto noble. <br />No era rico, pero accedió a ayudarme con la plata. Oscarcito era un tipo de fierro, un amigo de verdad. Sin dudas sólo a él podía pedirle semejante favor.<br />Juré que le devolvería toda la plata apenas cobrara la jubilación. Además del dinero él me prestó un depósito que era de sus suegros y estaba desocupado. Ahí, en una vieja estantería guardé las cien Biblias, y como el depósito quedaba cerca de casa, cada dos o tres días, me daba una vueltita para comprobar que las ratas o las termitas no se las hubieran comido. Estaba bastante preocupado, y no tenía mejor opción que venderlas. Hubiera sido un pecado tirarlas a la basura. ¿Se imagina? Día y noche soñaba que el depósito se incendiaba o que el río subía e inundaba todo. Y yo, corría en llamas para rescatar las Biblias, que en mi sueño eran de oro. Si lograba venderlas, sin dudas haría una obra de bien, y eso era superior a cualquier dinero. <br />La verdad es que estaba un poco arrepentido, pero sentí que esto ayudaría a cumplir la promesa. Después de todo a mis cincuenta y pico de años era la primera vez que me comprometía con Dios. Para darme ánimo pensaba en mi familia y agradecía estar vivo. <br />Mi señora y mis hijos no se enteraron nunca. Por un tiempo, pensé que mantener el secreto sería lo mejor. No me gustaba mentirles, y mucho menos a Elba. Cuando lograra vender las Biblias se los contaría todo. <br />Después, las cosas se pusieron complicadas. <br /> ¿Sabe? Supongo que esto me pasó por ser buena gente. Resulta que Oscar se separó luego de veinte años de matrimonio. Y para colmo estaba distanciado de los hijos. Entonces le ofrecí que se mudara con nosotros un mes. Hasta que resolviera sus cosas con Marta, o hasta que pudiera alquilar un departamento. Yo sabía que le debía muchos favores a Oscarcito y ahora era mi turno para retribuírselos. Así que esa misma noche lo llamé por teléfono, lo invité a tomar un café en el bar de la esquina y le dije que se quedara un tiempo en casa. Al día siguiente él trajo sus cosas para mudarse con nosotros. Me sorprendí al ver todos los objetos que mi amigo había acumulado en tantos años de matrimonio. Pero traté de disimular, para no herir sus sentimientos. Palos de golf, diarios viejos, ropa de toda clase que supuse que él guardaba para el futuro. Y esto me pareció porque Oscarcito estaba gordo como un tanque, más gordo que nunca. Se ve que los años lo habían tratado mal. A pesar de su separación, mi amigo intentaba mantener el buen ánimo. Pero su aspecto era terrible. Barbudo hasta por los codos, me hacía acordar a esos linyeras que duermen en la plaza de enfrente, y que sinceramente uno se cruza de vereda al verlos en la noche. Pero había confirmado que Oscarcito era un buen tipo y me sentía orgulloso de ayudarlo. De todas maneras sabía que era incapaz de reclamarme la plata que le debía, pero igual estaba en deuda con él. Ud. sabe Padre que a las promesas hay que cumplirlas.<br />Lo difícil fue decírselo a Elba. Como ella no sabía que yo le debía la plata a Oscarcito no me habló durante dos días seguidos. Pensaba que esto era un capricho mío para joderle la vida. No me quedó otro remedio que inventarle a mi señora una solidaridad desmesurada hacia mi amigo, y convencerla de que sería por poco tiempo y para ayudar al prójimo. Porque si le decía que tenía escondidas cien Biblias en un depósito para venderlas, y que la plata para comprarlas me la había prestado Oscarcito, se me vendría la noche.<br />Mi amigo se instaló en nuestro comedor, porque la habitación que había sido de la época en que mis hijos eran solteros estaba llena de cachivaches y tenía problemas de humedad. De todas formas, Oscarcito no se hizo problema. A partir de ahora, y por un mes, dormiría en el sillón del living. <br />Admito que no era la situación más cómoda del mundo escuchar los ronquidos de mi amigo y compartirlo todo. Pero no podía dejarlo en la calle. Mucho menos pedirle que se fuera a un hotel. Desde que me había prestado el dinero para las Biblias Oscarcito estaba con las cuentas en rojo. Y para colmo lo habían echado del laburo. Yo estaba dispuesto a darle una mano. Pero a mi mujer no le hizo mucha gracia que él se instalara en casa, porque una noche se levantó para ir al baño y cuando quiso entrar, se encontró con Oscar leyendo el diario en el trono. Casi se muere. Pegó un alarido más fuerte que si hubiese visto una laucha. Ahí nomás tuve que explicarle la situación de Oscar. Le dije que sólo se quedaría en casa un mes. Mi señora puso el grito en el cielo, pero después aceptó. Al principio me sentí un poco incómodo con la presencia de mi amigo, luego me acostumbré, a sus ronquidos, a sus zapatos tirados bajo la mesa, a todas sus mañas. Pero mi mujer echaba chispas. Puedo asegurarlo. Yo quería ser solidario. No podía fallarle a Dios. Era una promesa. Debía cumplirla, costara lo que costara. ¡Pobre Oscar! Pensaba yo, y le rogaba a Dios para que lo ayudara a salir de este difícil trance. <br />Elba era muy creyente, y por lo tanto incapaz de romper una promesa a Dios. Me acuerdo que ella solía contarme que su padre, antes de morir, le decía que obrara siempre como buena cristiana, porque de lo contrario, unos bichos negros con cuernos se la llevarían con el diablo y yo sabía que Elba creía semejante disparate. Por eso, mi mujer aceptó de mala gana que mi amigo se instalara sólo por un mes. Porque a nada le temía más que a terminar en el infierno. <br />Pero las cosas se complicaron cada día más. Por las noches él se comía las tortas que mi mujer cocinaba para una casa de fiestas infantiles y me robaba los puchos que yo ocultaba en lugares secretos para que Elba no supiera, que de vez en cuando, seguía fumando, aunque el médico me lo tenía estrictamente prohibido. Una vez lo había pescado a mi amigo revolviendo mis cosas de pesca sin él que me viera. Y lo hacía con rapidez, se ve que el gordo había descubierto uno de mis escondites donde solía guardar los puchos, pero el muy zorro no me había delatado. Solamente se fumaba mis cigarrillos. De todo lo demás podía quejarme, menos de esto. Pero no crea que me hacía mucha gracia. Igual, me la tenía que morfar. Todo por la promesa. ¿Ud sabe lo que significa eso, verdad?<br />Oscar no tenía el mínimo sentido de la palabra pudor y esta era una de las razones que más conflictos nos traían. A menudo mi mujer solía pescarlo in fraganti con alguna mocosa en la bañera, o dejaba revistas porno sobre la mesa del comedor a la hora en que mis nietos volvían del colegio y debíamos tirarlas a la basura, o tomaba la gaseosa del pico frente a todos y al día siguiente no quedaba ni una gota, o contaba chistes verdes durante el cumpleaños de mi suegra, que le clavaba la mirada como un puñal. Eso y muchísimas cosas más. <br />Parecía que a Oscarcito la separación le había afectado peor de lo que yo pensaba. Muchas veces él me insistía para que lo acompañara a un boliche, generalmente algún tugurio maloliente lleno de mocosas. Pero yo me negaba rotundamente. Siempre le decía que no. ¿Qué carajo íbamos a hacer dos viejos panzones con más de 50 pirulos bailando con pibas de 20? Él no se hacía demasiados problemas. Se instalaba más de una hora en el baño, para afeitarse, boludeada en la bañera mientras escuchaba la radio y hacía ruidos raros que hasta a mí, como hombre, me daban vergüenza. Se ve que había Oscar para rato, pensaba cuando mi paciencia peligraba con acabarse y el gordo seguía en el baño, eso mientras me estaba cagando encima, y ya le había golpeado la puerta por lo menos cinco veces. En esos momentos tenía ganas de asesinarlo, pero me contenía porque el corazón me iba a estallar y Dios me había dado otra oportunidad. Esta promesa se estaba convirtiendo en una piedra que llevaba colgada del cuello. <br />Por las noches tenía pesadillas en las cuales varias mujeres con polleras largas y hombres trajeados sin cabeza me venían a buscar para que pagara cien Biblias de oro que debía, y yo corría por un muelle que era igual al del club de pesca, eso mientras un tipo idéntico a Oscarcito, pero más gordo, llamaba hijos a mis propios hijos que se reían en mi cara. Una locura absurda. A medianoche solía despertarme con una sed terrible y un hambre mucho peor y cuando llegaba a la heladera estaba vacía. Entonces me ponía las pantuflas con cuidado, para no despertar a Elba, y me iba hasta la estación de servicio a comprar un atado de cigarrillos. Ahí me quedaba, fumando en la esquina hasta que el cigarrillo se terminaba y lo tiraba y lo aplastaba. Después, me comía unos caramelos de mentol para aplacar el olor de la nicotina, que sinceramente no sé si lo lograba. Me metía de nuevo en la cama, sin que mi mujer se diera cuenta, hasta que el sol me quemaba los ojos y los pajaritos comenzaban a cantar. Cuando Elba se despertaba yo fingía dormir, aunque en realidad no había pegado un ojo en toda la noche.<br />Mi amigo ya no era el mismo de antes. ¿Qué le había pasado a Oscarcito? Me preguntaba al verlo. Antes era un tipo educado, cajetilla. Yo creía que desde que Marta lo había dejado él estaba hecho un pelotudo, un pendejo. Andaba con cualquier mina, se levantaba a las doce del mediodía como un adolescente y salía todas las noches de joda. Y lo peor de todo es que hasta mis hijos lo preferían a él. Decían que era un capo, que a pesar de estar gordo como un sapo tenía levante con las minas. Y no sólo eso. A veces yo tenía la impresión de que Oscarcito la miraba a Elba. Yo nunca había sido un tipo celoso, pero más de una vez lo había pescado guiñándole un ojo mientras cenábamos en familia. Y ella se ponía colorada como un tomate. Muchas veces sentía culpa de desear que se fuera, pero no podía evitarlo. Mientras, yo seguía fiel a mi promesa. A pesar de todo. Muchas veces pensaba que me estaba volviendo loco. Esta promesa se había convertido en una valija difícil de cargar, pero no me quedaba otro remedio que seguir adelante.<br /><br />Oscar no parecía el de antes. Con más de cien kilos a cuestas se creía una especie de gigoló y esto no era un verso de gordo fanfarrón, si no más bien lo contrario. El teléfono sonaba a toda hora y las mujeres le daban bola. Era como si tuviera un imán al que ninguna mina podía resistirse, y lo peor es que nadie de mi familia, excepto yo, parecía cuestionar sus actitudes. <br />El gordo, como todos lo llamaban cariñosamente, se hacía querer a pesar de ser un flor de atorrante. Hasta más de una vez se robaba la pata del pollo, aunque sabía de sobra que era mi presa preferida, y mi mujer, en vez de enojarse, se reía delante de mí. Así que yo, supuestamente el hombre de la casa y el padre de familia, debía resignarme a comer cualquier presa restante y cerrar la boca. Y no sólo eso debía aguantar, muchas veces Oscarcito jugaba con mis nietos a la pelota y yo me los quedaba mirando con un poco de celos y otro poco de bronca. Lo único que me faltaba era que lo llamaran abuelo a él, pensaba con resignación.<br />Hasta el vecino de enfrente, que no era precisamente un modelo de simpatía, lo había invitado a comer asado un fin de semana. <br />Y yo, cansado de mi promesa y de mí mismo, me veía en el espejo del botiquín del baño y sólo encontraba la imagen de un viejo aburrido y canoso. Una mañana, mientras me afeitaba, había descubierto bolsas debajo de los ojos. Con razón Elba no me daba bola. Tenía pelos hasta en la nariz, que, muchas veces, a escondidas, y con la puerta del baño cerrada, había intentado sacarlos con la pinza de depilar de mi mujer. Parecía un viejo choto y decrépito. Y lamentablemente las entradas ya se me notaban, herencia de mi papá. Muchas veces evitaba mirarme al espejo, a lo sumo sólo cuando era necesario e irremediable. Para afeitarme o lavarme los dientes, nada más. Veía mi lado del botiquín y me deprimía aun más. Parecía una farmacia. Para la próstata, para la hipertensión, pastillas para dormir, para el corazón, para la presión, para la diabetes y Viagra. (que obviamente compraba a escondidas, y encima lo tomaba al cohete porque Elba no me tocaba ni en sueños). Y otros medicamentos que ya ni recordaba para qué servían. No resistía verme en el espejo. Me asustaba mi propia imagen. Al lado de Oscarcito yo parecía su abuelo. El baño se había convertido en un enemigo más. Por las noches me levantaba varias veces a orinar y al llegar al inodoro sólo me salía un chorrito. Todo esto me superaba. Por momentos juraba que lo iba a echar de casa, pero luego me arrepentía y la culpa se me hacía más y más grande. <br />Oscarcito les había lavado el cerebro a toda mi familia, menos a mí. Y yo tenía que soportarlo porque le debía todos los favores juntos. Supongo que el tipo lo sabía y se hacía el boludo nomás.<br />Y dale que dale. Cuando encontraba rota mi camiseta de Boca… ¿Quién era el que la había reventado con su gordura?<br />Oscarcito.<br />Cuando me estaba meando y mi vejiga era un globo a punto de explotar… ¿Quién ocupaba el baño desde hacía cuarenta minutos?<br /><br />Oscarcito.<br />Cuando mis hijos miraban un partido de fútbol… ¿Con quién lo hacían?<br />Con Oscarcito.<br />Oscarcito. Oscarcito. Oscarcito.<br />Oscarcito me tenía las bolas bien llenas. Pero no me daba el cuero para pagarle su deuda, y en honor a la verdad, las cien Biblias ya estaban juntando tierra porque yo no había podido vendérselas a nadie, y no me atrevía a tirarlas al contenedor. Por temor a que Dios me castigara. Debía mantener mi promesa. Y me estaba saliendo cara. Eso se lo aseguro. Créame que es así.<br />Desde su llegada nuestra vida había sido un desastre. Ni siquiera podíamos invitar a otras parejas amigas a cenar. Porque Oscarcito se ponía en pedo y les contaba sus penurias con pelos y señales. Siempre era el aguafiestas de todas las reuniones. Entonces, con disimulo, nuestros amigos se iban, huían como ratas desquiciadas.<br />Trataba de consolarme pensando en el día en que mi amigo encontrara un laburo, pero él sólo miraba los partidos de fútbol y comía como si fuera la última cena de su vida. <br />Oscarcito parecía un púber lleno de acné. En vez de madurar, cada vez estaba más y más en la edad del pavo. Y lo peor era que ni yo podía aguantarlo más, ni justificarlo.<br />Con Elba las cosas no andaban mucho mejor, ella me trataba bien, pero me esquivaba en la cama. Decía que la menopausia la tenía mal y que los calores no la dejaban dormir. Yo me conformaba pensando que éste era sólo un mal momento.<br />Lamentablemente la solidaridad me trajo problemas con mi señora. Ella quería que mi amigo se fuera. Al principio, yo resistí, pero después, me armé de valor para hablar con él y decirle todo. De lo contrario, en vez de uno, seríamos dos los recién separados. Traté por todos los medios posibles de hablar con Oscarcito. Con sutileza y sin ofenderlo, para no dañar su orgullo. Pero él no se dio por enterado. Cuando pasaron seis meses y Oscar seguía en casa, se pudrió todo. Mi mujer me dijo que o se iba Oscar, o ella me dejaba. Me puso entre el espada y la pared. Me dio el ultimátum. Así que la convencí de que todo cambiaría. <br />Pero las cosas empeoraron de manera incontrolable. <br />Recuerdo ese día como si fuera ayer. Hacía un calor terrible, y decidí ir al club de pesca, para relajarme un poco y de paso ver si había pique. Elba no estaba en casa. Había ido a visitar a su madre. Con todo este asunto de Oscarcito ella estaba muy nerviosa y últimamente discutíamos con frecuencia, por cualquier pavada. Tenía ganas de convencerla para que me acompañara, pero preferí no molestarla. Así que preparé la caña de pescar, las carnadas, un termo con agua caliente para tomar mate, y me subí al auto. <br />El sol estaba bastante fuerte en el club. Me quedé en el muelle intentando pescar, mientras charlaba con otro hombre sobre las carnadas ideales y sobre lo mal que había jugado Boca el domingo anterior. Supongo que pasó tal vez media hora, o más. Estaba tan tranquilo que sinceramente perdí la noción del tiempo. <br />Eso era lo que me gustaba de estar en el club de pesca. La tranquilidad. No volaba ni una mosca, solamente oía a los peces chocar contra el río y algunas risas de los pibes que jugaban, mientras los padres trataban de pescar algo. Prendí un pucho y dejé la caña un minuto. No había mucho pique, pero la estaba pasando bien.<br />De pronto escuché un grito agudo y el sonido como de una cachetada, y todos los pescadores y sus mujeres gritaban como locos. La misma voz decía: ¡Degenerados, hijos de puta, cómo es posible qué den semejante espectáculo!? ¿No ven que este es un lugar familiar?! ¿Por qué no se van a un hotel? ¡Qué vergüenza! Con verdadero asombro giré la cabeza y vi que el degenerado en cuestión era nada más y nada menos que Oscarcito. Me quedé seco. Mis ojos no lo podían creer. Oscar, mi amigo del alma, el de toda la vida, cogiéndose a mi mujer sobre una canoa abandonada, sin el menor disimulo. Él con los pantalones a medio bajar, con el culo al aire y las zapatillas puestas. Ella, con ese vestido rojo tan provocativo que nunca quiso usar conmigo porque decía que le quedaba chico, que le apretaba demasiado las tetas. Con la pintura de labios toda corrida, los ojos bien abiertos y esa expresión de asombro que no podré olvidar jamás. Ambos mudos. Los dos transpirados a más no poder. Oscarcito se quedó embalsamado. Como una momia. Luego reaccionó y corrió por las instalaciones del club de pesca mientras cinco o seis tipos (incluido yo) lo seguimos con la intención de molerlo a palos. Las mujeres los putearon con palabrotas que ni yo recordaba conocerlas. En un segundo, cuando pude atraparlo, le di una piña en el ojo y le bajé un par de dientes. Los otros se ofrecieron para cagarlo a palos. Pero el muy guacho logró escapar. Ahí recordé que siempre, desde que éramos pibes, él me había ganado en todas las carreras. Transpiré como un beduino en el medio del desierto y tuve que sentarme en el suelo porque sentí que me quedaba sin aire. Lo único que me faltaba, pensé. Que me cague muriendo por una promesa de mierda. Y ya me los imaginaba. A los parientes cuchicheando en mi velorio y tratándome como a un fiambre cornudo. Faltaba más. Muerto por una promesa de mierda, y encima, cornudo. Sí. Si hasta veía mi propia lápida: Al cornudo, con afecto. Tus seres queridos.<br />Oscar subió al ascensor y se fue lo más rápido que pudo. Mejor, pensé aliviado. El corazón me iba a reventar de tantos latidos acelerados. Tenía miedo de que el bobo me volviera a fallar. Esta fue la gota que rebalsó el vaso. <br />Toda la gente del club miraba la escena como si fuera una película. No sé cómo ni en qué momento Elba había desaparecido, como si la tierra se la hubiera tragado. Yo pensaba que era mejor así, antes de que me agarrara la chiripiorca y los matara a los dos. ¡Y yo como un pelotudo pescando! Ese maldito desgraciado, gordo atorrante. No le había alcanzado con afanarme mi casa, mis hijos y hasta mi mujer. ¡Con razón estaba tan cómodo! Sin dudas yo era el rey de los pelotudos, ellos me habían coronado. ¿Cómo carajo no me había avivado? Esa maldita promesa era la causa de todos mis males.<br />Tenía tanta bronca. Ahora lo veía todo claro. Era como un ciego que había recuperado la vista. El muy turro se había quedado con todo lo que me pertenecía. Y yo era él último en enterarme, como todo cornudo.<br />¿Ahora entiende padre Quintana? Yo no estoy loco. Oscarcito me odia, siempre me odió. A pesar de que él tenía más facha y más guita que yo Elba me eligió a mí. Y con él sólo se acostó. Nada más. ¡Y pensar que era mi mejor amigo! Hasta le llenó la cabeza a mis hijos para que me internaran en la clínica. Oscarcito me hizo pasar por loco. Por favor, hable con Elba y digale que firme el permiso para irme. Todavía está a tiempo. Tengo que ocuparme de mi familia. Me quedaron las Biblias sin vender. Ayúdeme, padre Quintana.<br />Esta fue la última conversación que tuve con el padre Quintana. Y todavía lo recuerdo todo. Pero él estaba a favor de ellos. Así que decidí escaparme de la clínica y seguir el plan que tenía en mente desde hacía un año. Los junté a los dos, a Elba y a Oscarcito en el depósito donde aun estaban las Biblias. A ella le mandé una notita diciéndole que era él, y a Oscarcito igual. El verso era simple pero dio resultado. Los dos cayeron como perejiles. La cita era a las diez de la noche en el depósito, todo estaba preparado para una buena encamada. Justo lo que ellos necesitaban. Un nidito de amor. Ambos aceptaron. Ninguno sospechó nada. Yo todavía tenía una copia de la llave del depósito. Ninguno de los dos dudó en ir. ¿Será porque Oscarcito le habría mentido a Elba y ella creía que ya se había librado de las famosas Biblias y que el depósito estaba vacío? No sé. ¿Será porque Elba por fin me había olvidado o tal vez porque con el gordo no podía zafar con sus excusas de los calores? No sé. Pensé que esta era una manera romántica de morir. Una pareja y cien Biblias. Eso sí que era un verdadero homenaje a la fe. Bastó con un viejo anafe y el gas abierto. (Y con unos pesitos que le di al sereno de la clínica). Tenía la esperanza de que el gordo todavía fumaba. Yo lo había visto salir al patio de la clínica para prender un cigarrillo la última vez que ambos me habían visitado.<br />Me habría gustado verlos. Pero yo no podía. Estaba impedido, física y mentalmente. Así que me tomé una pastillita para dormir y soñé con algo extraño. De nuevo yo hacía una promesa a Dios.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-65965883736324274282010-01-02T12:44:00.000-08:002010-01-02T12:49:15.922-08:00Sacrificio“Se olía, como se huele a quemazón, el olor a podrido del agua revuelta” <br />Juan Rulfo.<br /><br /><br /><br />Qué malas mañas. Desde que murió Hijitus ella cambió demasiado. Guarda que no fue por la edad, nada que ver. Yo la quise convencer para enterrarlo en el patio y casi me manda a freír churros. Y conste que en esa época no existían los cementerios para mascotas. El pobre perro ya estaba más cerca del arpa que de la guitarra. No quería comer, y cuando lo llamaba, ni movía la cola. Entonces hablé con el veterinario de la otra cuadra para que lo sacrificara. Si daba pena verlo. Era un lamento ese animal. Pero ella nunca estuvo conforme. Me acuerdo que fue un 25 de noviembre. Alcira estaba en el museo de cera, donde trabajaba cosiendo la ropa para los muñecos .Aproveché para llevarlo a la veterinaria. A mí se me partió el corazón, pero Hijitus ya tenía los días contados, y era mejor eso que verlo sufrir. Ahora que ya pasaron dos años me arrepiento de semejante locura.<br />Me acuerdo como si fuera hoy. La primera vez que me llegó la jubilación fui hasta el banco de la avenida para cobrarla. Y justo cuando iba a cruzar, un perro marca perro fue atropellado por un auto. Me quedé con la boca abierta por la sorpresa, y no es que yo fuera muy perrero, pero este bicho me sacó unos lagrimones. De casualidad pudo contar el cuento. Lo alcé y pude ver que la había sacado barata. Sólo tenía una patita lastimada. Como Alcira estaba de franco justo ese día, decidí darle una sorpresa y llevárselo de regalo. Llegué a casa con el perro a upa y ella misma llamó al veterinario. Le puso de nombre Hijitus. Calculo que tendría en esos momentos 4 o 5 meses. Cuando se recuperó del accidente, el perro se hizo inseparable de mi mujer. Iba con ella a todos lados. Al almacén, a comprar el diario, y la esperaba en la puerta de la iglesia durante la misa. Se hacía querer por todos.<br />No me olvido más del día que lo hice sacrificar. Volví a casa y ella estaba lavando la ropa. Me preguntó dónde estaba el perro, porque tenía que darle la pastillita que le habían recetado para los dolores en los huesos. Hacía media hora que lo buscaba y no lo había encontrado por ninguna parte. No me quedó otro remedio que decirle la verdad. Desde ese mismo día, no me habló más. Francamente yo no le di importancia. Pensé que era pasajero. Pero me preocupé cuando pasaron varios meses y no me dirigía la palabra. Así empezó todo.<br />Alcira enloqueció. Cada nuevo aniversario de la muerte de Hijitus le prendía velas y rezaba para que volviera, le dejaba comida en su plato, llamaba al veterinario de madrugada para que lo venga a ver, y una vez le puso la correa a un muñeco de felpa y lo sacó a pasear. Ahí me avivé que estaba más loca que una cabra. Se me había ido de las manos. Muchas noches se levantaba de la cama y salía al patio a buscarlo, con la excusa de que el bicho estaba en la casa del vecino porque su perra estaba alzada. Si hasta decía que lo escuchaba torear en la terraza. <br />Un día le traje otro pichicho. Fui a la perrera municipal y busqué uno parecido a Hijitus. Pensé que se pondría contenta, pero me sacó de raje. Gritó como loca y me dijo que ella no necesitaba otro, que ya lo tenía a Hijitus. Por suerte mi sobrina se quedó con el animal. Ese mismo verano quise que fuéramos de vacaciones a Villa Carlos Paz, así Alcira me daría un respiro. Ella se puso cada vez peor. Me dijo que era un insensible y que nunca me hacía cargo de Hijitus. Mi sobrina se ofreció a “cuidarlo” para que pudiéramos viajar. Pero ella la insultó y le dijo que nunca más pisara nuestra casa.<br />Nuestro matrimonio andaba mal. Siempre las peleas eran a causa del perro. Muchas veces, cuando daba vueltas en la cama pensaba que Hijitus sería un santo, por el sólo hecho de haber soportado a mi señora. Luego, me quedaba mosca en el sillón del comedor, porque ella me sacaba de la cama para que él subiera, decía que estaba moribundo, y que por lo menos no era un ingrato como yo. Después, me cansaba de todo y me iba a jugar a las bochas con los muchachos del club. Al volver, todo seguía igual. Hubo veces que sentía olor a perro. Me preguntaba si yo también estaba perdiendo la cabeza. Las cosas no podían empeorar más, pensaba con resignación.<br />A pesar de estar jubilado, busqué un trabajito en una gomería del barrio. Pensé que me haría bien estar unas horas fuera de casa. El sueldo no era mucho, pero yo lo hacía con gusto. Me levantaba a las cinco de la mañana, tomaba unos mates amargos, me pegaba una afeitadita y caminaba tres cuadras hasta la gomería. A veces tenía la sensación de que alguien me seguía, entonces daba vuelta la cabeza para mirar y no había nadie. Durante el tiempo que trabajé en lo del Rulo las cosas parecieron calmarse y me sentía un poco mejor. Un día, al Rulo tuvieron que operarlo y lo tuve que reemplazar como dos meses. Entonces cada vez tenía menos tiempo para estar en casa. Solamente volvía para comer algo. Al principio, Alcira me cocinaba algún guiso de lentejas o una sopa de verduras, después de comer me tiraba media horita hasta que llegaba el momento de irme. Con el paso del tiempo noté que ella estaba en otro mundo. Me ignoraba. Como el Rulo quedó postrado en una cama, su hijo menor me rogó para que me hiciera cargo de la gomería, dijo que me aumentaría el sueldo. No pude negarme. Le debía muchos favores y no tenían a otra persona de confianza. De paso, no me vendrían mal unos mangos extra. <br />Alcira seguía trabajando en el museo de cera, pero ya no era la misma persona con la que yo me había casado hacía cuarenta años. En realidad, nunca nos había faltado nada. Tampoco tirábamos manteca al techo, pero estábamos bien. Cada vez que yo volvía de la gomería ella seguía haciendo las mismas locuras. Llenaba el fuentón para bañar a Hijitus, le hablaba dándole órdenes como si él pudiera oírla y se iba a la plaza durante largas horas para darle un paseo en el carrito de madera que yo le había construido hace mucho, cuando ya no pudo caminar más. Por momentos, trataba de hacerla entrar en razón, le decía que Hijitus estaba en el cielo y ya no volvería. Pero luego abandoné la lucha, porque ella se ponía más violenta conmigo y eso me hacía subir la presión por las nubes. Una vez quise ponerle una señora para que la acompañara mientras yo no estaba. Y cuando lo supo, puso el grito en el cielo, diciendo que yo tenía una “querida” y la iba a meter de prepo en nuestra casa. Esto tampoco funcionó. Supongo que yo esperaba que ocurriera un milagro y que Alcira volviera a la normalidad. Pero las cosas no podían ser peor. <br />Un domingo que ella estaba en misa me quedé en casa escuchando tango mientras tomaba unos mates. Sonó el teléfono. Era el jefe del museo. Conversamos durante media hora y me dijo que ya no podía tenerla como empleada, que realmente lo sentía, pero las cosas eran así. Me quedé mudo durante unos segundos. El hombre me contó que ella charlaba con los muñecos de cera, y los llamaba como si fueran perros. Además les dejaba un recipiente con agua y les daba nombres. Luego comenzó a ponerles un líquido para las pulgas. A pesar de estar al tanto del estado mental de mi mujer, esto me cayó como un balde de agua fría. Otras de las cosas que me confesó, no sin cierto pudor, fue que la descubrió, en un arranque de furia, rompiendo todo el vestuario de los muñecos. El problema era que esos trapos, no eran sólo trapos. Tenían un valor importantísimo para el patrimonio nacional, según me dijo con esas palabras que no entendí demasiado bien. De todas maneras me avivé que esto era más grave de lo que creía. <br />Al día siguiente llegó el telegrama de despido. Lo abrió y lo tiró al tacho de basura, como si nada pasara. Por supuesto no me dio ninguna explicación. A partir de ese momento los días se me hicieron interminables. El hijo del Rulo me quiso dar una semana de vacaciones, que rechacé porque no soportaba la idea de estar las 24 horas con Alcira. Me daba mucha culpa sentirlo, pero esto fue la gota que rebalsó el vaso. Prefería vivir encerrado entre la grasa y la oscuridad de la gomería que aguantar a mi mujer. Había veces que me quedaba haciendo trabajo extra, por más que no me lo exigieran. Con el correr del tiempo ella desmejoró y eso se notaba en la casa. Cuando volvía a cenar, me la encontraba aferrada a su estampita o hablando sola. Todo era una mugre, se acumulaban los platos sucios del día anterior, el alimento para el perro estaba por todos los rincones de la casa y hasta las flores del jardín estaban secas. Cuando abría la heladera, salía desde adentro un olor a podrido que me provocaban ganas de vomitar. En varias oportunidades debía descongelarla yo mismo, y tirar a la basura la comida en mal estado. Para mí, era increíble en lo que se había convertido Alcira. Ella, mi mujer. La recordaba en otras épocas, siempre arreglada, limpia, que olía a colonia. Esta nueva esposa parecía un chiste pesado que la vida me hacía. <br />Nunca iba a almorzar a casa. Pero ese día, el hijo del Rulo estaba en la gomería charlando con un cliente y me dio permiso para salir. Pensé que sería una buena oportunidad para comer un churrasco con ensalada en el bar de la esquina, tal vez, con suerte, la invitaría a Alcira. A veces extrañaba ese olorcito a carne, y creí que esto nos haría bien a los dos. Estaba triste, pero a la vez alegre. Quién sabe porqué. Así que me puse la boina a cuadros, la campera y caminé hasta casa. Al llegar, sólo había silencio. Entre despacio, dejé la boina sobre el televisor y la llamé. Era raro que no tuviera la radio prendida, ni la oyera rezar en voz alta, o llamar a Hijitus desde la pieza. Pensé que estaría dormida sobre el sofá de cuerina, pero no fue así. En el patio, las hojas tapaban los resumideros, había ropa sucia que colgaba de la soga con un solo palito y los yuyos estaban altísimos. Tampoco estaba allí. Tal vez en el baño. La bañera tenía sarro acumulado y ni siquiera había jabón, el piso estaba resbaladizo, como si alguien se hubiera bañado. No podía entender lo que pasaba. La llamé varias veces hasta que mi propia voz retumbó y sentí que el corazón se me salía del pecho. ¿Acaso ella estaba en el museo? ¿O en el almacén del barrio? Con dificultad, y bastante agitado, subí la escalera caracol hasta la terraza. La mugre lo tapaba todo. Las baldosas estaban cubiertas de caca de perro, los rincones de orina. Demás está decir que el olor era insoportable. Me tapé la nariz con un pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Cada vez comprendía menos. Bajé con mucho cuidado porque siempre le había temido a las alturas. Y a mi edad, ya no podía darme el lujo de quebrarme una pierna. Mi preocupación aumentaba. Alcira no estaba por ningún lado. Miré el reloj de pared, y ya había pasado una hora. Revisé el dormitorio, la cama estaba revuelta y olía a perro sucio. Mis pantuflas rotas, todas deshilachadas, bajo la mesita de luz. Ya no sabía qué hacer, ni qué pensar. Se me cruzaron miles de ideas por la cabeza, pero no lograba mantener la calma ni por un instante. Mis manos transpiraban a más no poder, y sentía deseos de orinar. <br />Realmente no sabía si llamar a la policía o a la ambulancia. Mis nervios me estaban matando. Por las dudas, fui hasta la cocina y agarré el único cuchillo de carnicero que tenía afilado. Caminé muy lento hasta llegar al pequeño galpón donde guardaba mis herramientas. Ahí estaba. Sucia como jamás la había visto, en cuatro patas y comiendo alimento del plato de Hijitus. Al arrimarme, solamente gruñó y me quiso morder el brazo. Tuve que sacrificarla. No me quedó otro remedio.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-36153567602591574482009-10-25T08:09:00.000-07:002009-10-25T08:24:40.390-07:00La MugreLa Mugre<br /><br /> Si hay una cosa que detesto en la vida es la gente mugrienta. No puedo tolerar la ropa tirada por toda la casa, la cama deshecha y el tacho de basura que desborda de residuos hasta desmayarme del olor. Es un asco vivir así. Será por eso que desde muy joven, y hasta que el cuerpo dijo basta, me dediqué a la limpieza de casas. Respondí a un aviso en el diario local donde pedían una empleada doméstica para un señor que vivía solo. Ofrecía un sueldo bastante respetable y la única contra era que la casa quedaba a una hora de distancia. Como yo estaba desempleada no lo dudé un instante y salí bien temprano, ya que tenía que tomar dos colectivos.<br />Bajo un manto de lluvia y embarrada hasta la médula, llegué diez minutos antes de la hora de la entrevista y esperé a ser atendida. La casa era muy elegante, rodeada de un jardín enorme y realmente me impactó. Cuando aún no salía de mi asombro, una vieja encorvada salió a recibirme y me hizo un par de preguntas básicas sobre mi vida personal, empleos anteriores y otras nimiedades. Me rogó que fuera reservada si me interesaba conseguir el trabajo y agregó que el dueño de la casa estaba de viaje y ella era la casera. Sólo me dijo que el hombre se llamaba Zacarías Álvarez Toledo y era un famoso escritor. La mujer prometió avisarme a lo de una vecina, ya que me habían cortado el teléfono por falta de pago. <br />En el camino a casa, tuve un mal presentimiento y me arrepentí de haber pisado esa mansión. Aquella vieja me daba escalofríos y ni siquiera había conocido a quien tal vez se convertiría en mi patrón. De todas formas, debía esperar y tener paciencia.<br />Por la noche, me fue imposible dormir. Daba vueltas en la cama, escuchaba gotear la canilla del baño y el ruido de los gatos en la terraza persiguiendo hembras en celo se parecía a un lamento que me ponía la piel de gallina. Como no conciliaba el sueño, me levanté para tomar un vaso de leche tibia. Así, se hicieron las dos de la mañana cuando me quedé dormida sobre la mesa de la cocina. <br />Los golpes en la puerta me despertaron. Un puño firme no dejaba de azotarla. Quería levantarme y atender pero me resultaba imposible. Mi mente me decía que sí, pero mi cuerpo estaba rendido y por lo visto no era capaz de obedecer a las órdenes. El último golpe me hizo saltar de la silla. Era mi vecina, doña Juana. <br />Le abrí con dificultad, hasta que la llave cedió a los caprichos de la humedad y ella entró. Con cara de vinagre, me dijo:<br />-Son las cuatro de la mañana. Acaba de sonar mi teléfono. Me llamó una señora, preguntando por Ud. Y dijo que es por un empleo. Un tal Álvarez Toledo la espera a las seis y media en punto. <br />Me quedé sin palabras, e intenté enmendar la molestia ofreciéndole unos mates a mi vecina. Ella dio un portazo y se fue, enfundada en una vieja bata rosa. <br />Miré el reloj con desconfianza. Eran las cuatro y diez. Debía bañarme, vestirme y con suerte tomar el primer colectivo hasta la plaza principal, de ahí el segundo hasta la casa de mi futuro empleador.<br />A las seis y veinticinco estaba allí. La misma mujer que me había entrevistado me llevó por una escalera caracol hasta un cuarto atestado de libros viejos y un olor a humedad que me recordaba a los museos. La vieja, me dio una lista interminable de instrucciones y me dejó con varios elementos de limpieza encerrada en aquel lugar donde la luz sólo ingresaba por una mínima claraboya.<br />Un poco ansiosa y con la intriga que me carcomía los huesos, por no haber conocido aún a Don Zacarías, me puse a limpiar el cuarto, a desempolvar la mugre de cada libro y a sacar con un plumero la colección de telarañas que colgaban de las paredes. Los estantes de esa biblioteca se ramificaban hasta el techo y no dejaban ni un espacio libre. Sentía ese profundo hedor que a menudo se confundía con la humedad. En cada rincón de la habitación, salía un olor como a podrido, o quizás a un alimento en mal estado.<br />Al llegar el mediodía, la vieja casera me abrió la puerta y entró para hablarme. Yo seguía entretenida con la mugre acumulada de ese lugar, lustrando unos viejos candelabros de bronce.<br />-Bueno, supongo que ya habrá terminado con la limpieza-me dijo con una mueca de antipatía.<br />-Sí, señora. Dígame por donde sigo. <br />-No. Eso es todo. El señor Álvarez Toledo me dio órdenes estrictas de que limpie ese cuarto solamente. Él se encuentra de viaje, así que yo le daré las directivas.<br />-Bueno, entonces será hasta mañana.<br />-Hasta mañana.<br />Así, después de diez años que me parecieron siglos, me convertí en la mucama mejor paga del escritor más famoso. Pero la duda me picaba como un insecto molesto en pleno verano. Tenía que saber quien era ese señor que pagaba mi sueldo a fin de mes y del que aún no conocía su cara. <br />Me habían ofrecido hospedarme en un cuarto cercano al de la casera, y tenía un buen pasar económico. Lo raro era que yo sólo limpiaba la biblioteca y ninguna habitación más. El señor Zacarías brillaba por su ausencia, y no me atrevía a preguntarle a nadie por qué aún no me lo habían presentado.<br />Hasta que una noche la curiosidad pudo más.<br />Mis pesadillas frecuentes me atormentaban y una fuerza me obligaba a saber la verdad. Me estaba jugando el empleo, si descubría algo ilegal. Pero ya no aguantaba más. Todavía en camisón y con pantuflas salí a recorrer la casa con una linterna escondida en el puño, por si alguien me descubría. La casa estaba en silencio, nadie parecía estar despierto. En realidad, yo no sabía si alguien más habitaba el lugar. Recorrí cada habitación, iluminando los rincones para ver si descubría algo extraño.<br />Los muebles estaban impecables, despedían un aroma a madera recién lustrada, los pisos en damero brillaban bajo la luz de mi linterna y cada objeto parecía estar en su lugar. Todo pulcro y ordenado. Pero algo me llamó la atención. El olor nauseabundo se mantenía firme, invadiéndolo todo. Con un nudo en la garganta, escuché unos pasos en la cocina y me escondí bajo la mesa hasta que el ruido se hizo lejano. Tal vez la vieja me había pescado metiendo las narices en donde nadie me llamaba. El cuerpo me temblaba y sentía unas ganas de estornudar imposibles de ocultar. Gracias a Dios, la persona, quien quiera que fuese, ya se había ido. <br /><br />Al año siguiente me encontraba realizando la limpieza, como todos los días, cuando una baldosa floja me hizo resbalar. Caí en un sótano profundo. Casi me quiebro una pierna pero tuve suerte, sólo fueron algunos rasguños. <br />Mis ojos no daban crédito a las cosas que vi. En una especie de biblioteca gigante, ordenados como si fueran libros, yacían los cadáveres de una decena de muchachas jóvenes, vestidas con sus uniformes de mucamas. En un mueble principal, un hombre vestía un traje y llevaba un par de anteojos muy elegantes. Su cuerpo estaba en descomposición y una pulsera de oro delataba la identidad de un esqueleto carcomido por las alimañas: Zacarías Álvarez Toledo.<br />Nunca le dije nada a nadie. Sólo supe por una vecina que la casera era la esposa del escritor y harta de sus amantes, que eran las mucamas que él mismo seleccionaba, se hizo cargo del asunto. <br />Ese mismo día, presenté mi renuncia.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-69482531337184525022009-09-19T15:59:00.001-07:002009-09-19T15:59:55.688-07:00Camino SecretoMe había tomado el gusto de seguirlo. No porque en realidad tuviera algún motivo justificado, ni una razón elocuente, ni siquiera pruebas fidedignas de su inmoralidad. Más bien todo lo contrario. Hacía varios años que Octavio recorría el mismo camino secreto. Una y otra vez, como si en esas cuadras escondiera un enigma que sin dudas yo no conocía. Entonces mi rutina era cambiar de disfraz, por las dudas que él se diera cuenta. Como en mis años mozos yo era modista del teatro Imperio, aún conservaba ropa de toda clase, trajes formales, sombreros coloridos y hasta vestidos que ya no podía usar porque no me entraban. Trenzaba mi cabello en largas hebras, me ponía un par de botas de montar o simplemente intentaba esconderme bajo el toldo brillante de un kiosco para pasar desapercibida.<br />Todos los días mi reloj cucú sonaba con puntualidad a las cinco de la tarde. Me ponía el piloto, lentes de sol y siempre llevaba una cámara fotográfica. Incluso cuando llovía. A veces me sentía como una vieja ridícula que ocupaba sus horas siguiendo al marido en vez de hacer algo más útil. No podía resistir a la tentación. Me había prometido que dejaría de lado esta costumbre enfermiza, pero al día siguiente, cuando llegaban las cinco corría para alcanzarlo como a una presa esquiva.<br />Yo sabía de memoria las calles que él elegía al salir de su trabajo. San Martín, Ordóñez, Aristóbulo del Valle y Mitre. El único problema era que cuando llegaba a Mitre lo perdía de vista, como si se esfumara. Algunas veces tenía la sensación de que Octavio me miraba de reojo, luego comprobaba que era una falsa alarma y volvía a mi puesto de centinela detrás de un árbol gigantesco.<br />No podría decir con seguridad cuánto tiempo lo seguí. Tal vez veinte años. Lo curioso es que él caminaba a paso lento, sin ningún apuro. Llevaba puesto el impecable traje, una corbata de moño y un portafolio de cuero auténtico. Sus zapatos recorrían el empedrado y su cabeza se mantenía erguida, sin desviar la vista jamás. En esas cuadras, que se me hacían interminables, juraba que daría cualquier cosa por saber la verdad. Pero era evidente que mi marido no dejaba rastro. Octavio actuaba como esos venenos que se diluyen en la sangre. <br />Nadie en absoluto sabía de mis habilidades detectivescas. Y si por obra del destino, o capricho de la casualidad, me cruzaba en la calle con algún conocido, le mentía diciendo que debía hacer una diligencia, o pedía disculpas por mi apuro porque el dentista me esperaba en diez minutos. De esta manera retomaba el camino para develar el misterio de Octavio. <br />Estaba obsesionada con este ritual que me quitaba hasta el sueño. Por las noches no podía dormir porque al acostarme, mientras Octavio roncaba con una tranquilidad admirable, yo fabricaba historias en mi mente. En ellas, mi esposo tenía una familia paralela que vivía bajo una alcantarilla, un vicio pernicioso cuyo juego consistía en matar seres humanos para obtener mayor puntaje, o salía del trabajo para reunirse con un hombre que mantenía oculto su rostro. Al amanecer, mientras él me cebaba unos mates, trataba de descubrir señales en su mirada. Pero era inútil. Sus ojos tenían la misma transparencia que en la juventud, las arrugas le daban el aspecto de un señor respetable, y su sonrisa me hacía olvidar la razón de todas mis persecuciones.<br />Nunca pudimos tener hijos. Tanto él como yo evadimos el tema como quien evita un conjuro malicioso. Simplemente fingimos que no nos importaba. Así fue como los amigos que nos quedaban comenzaron a formar su propio círculo, donde nosotros quedamos relegados. Sólo algunos parientes lejanos o conocidos nos frecuentaban muy de vez en cuando y en ocasiones ineludibles, como velorios o casamientos de algún familiar. Al principio yo sufría mucho la soledad, sobre todo en los horarios en que Octavio trabajaba. En vano intentaba llenar mis horas vacías con los quehaceres del hogar, que sumados a mi trabajo de modista, me hacían sentir un poco menos sola. Al regresar a casa, mi marido se quedaba sentado en el sillón escuchando algún tango en el tocadiscos, se ponía las pantuflas y a las ocho y media de la noche cenábamos sin tener mucho diálogo. Casi siempre eran conversaciones esporádicas donde él me contaba los porvenires de su empleo y yo lo escuchaba respondiendo con monosílabos mientras ponía la mesa. Luego, Octavio se dormía en el sillón con la boca abierta, hasta que lo despertaba para ir a la cama.<br />En aquellas horas en las que estaba sola en casa, trataba de recordar los momentos felices, como el día de nuestro matrimonio, o aquel año que habíamos viajado a Córdoba junto a una pareja de amigos. Era extraño que cuando buscaba fotos de esos instantes nunca podía encontrarlas. Una vez, haciendo limpieza general, había revuelto la casa entera y no había aparecido nada. Tenía la sospecha de que la desaparición de las fotos se relacionaba con esos paseos solitarios que mi marido solía tener. Cuando me invadía ese sentimiento nostálgico, miraba objetos del pasado, y siempre lo hacía en las horas en que él no estaba. El ropero matrimonial que ambos compartíamos parecía un museo. La ropa estaba ordenada por épocas, por estaciones o por color. En mis inútiles intentos de que las cosas fueran como antes, revolvía todo y aspiraba el aroma casi lejano de la naftalina en cada prenda.<br />Al menos una vez al mes sumaba esta rutina a mi ferviente deseo de cazadora oculta. Hubo una ocasión en la cual encontré el ropero vacío, del lado correspondiente a Octavio. Fue un segundo. Al abrir la puerta, la ropa ya no estaba en su lugar: ni las camisas de seda, ni las corbatas de moño, ni los mocasines. Mi reacción inmediata fue llorar hasta el cansancio, creyendo que él me había abandonado. No podía admitir que Octavio me traicionara luego de tantos años de matrimonio. Sentía un profundo dolor que me hervía la sangre y me dejaba sin fuerzas.<br />Una mañana lluviosa me sentí muy enferma. Me dolía todo el cuerpo y la fiebre me subió de repente. Mi principal frustración fue pensar que por primera vez en veinte años no podría seguirlo a Octavio en su camino secreto. Ya que en otras oportunidades lo había hecho igual, aún convaleciente. Mis años no me perdonarían salir de la cama un día como hoy. Tomé un antifebril con la esperanza de sentirme mejor, pero con el correr de las horas mi salud empeoró cada vez más. Dormí para recuperar fuerzas. Puse el despertador a la cuatro de la tarde para darme un baño y así bajar la fiebre. No podía fallar en mi rutina habitual. Si lo dejaba solo, nunca sabría su secreto.<br />Desperté helada. Los golpes en la puerta sonaban con la firmeza de un martillo. Quería levantarme de la cama para atender, pero mi cuerpo no respondía. Estaba tiesa como una roca. Miré mi reloj cucú para comprobar que eran las seis. Mi voz salió como un hilo débil, a punto de cortarse. Los golpes no cesaban. Hasta que escuché el ruido de un manojo de llaves. Le había dado una copia a la vecina de al lado, por cualquier emergencia. La mujer entró al dormitorio y me vio acostada. Mantuvimos una conversación durante varios minutos. Le dije que debía salir, que se me hacía tarde para realizar un trámite y cerraba la oficina municipal. Traté de erguirme, de mover los brazos, las piernas y no pude. Mi cuerpo no daba señales de ningún movimiento. La vecina me consoló diciendo que lo importante era estar viva. Entre lágrimas, le conté todo lo de Octavio y ella sólo sonrío. Con esa sonrisa de compasión de los que están a salvo de la locura.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-6913655060174069242009-08-07T09:34:00.001-07:002009-08-07T09:34:44.787-07:00El aprendiz<br /><br /> <br />Aunque todavía le faltaban muchas cuadras para bajar del colectivo, El Gallo miró por la ventanilla y no pudo evitar que algunos pensamientos se le aparecieran. Recordó cada encargo con un dejo de nostalgia y se dio cuenta de que ese era el fin de su exitosa carrera. Como en el caso de otros sicarios, El Gallo nunca tuvo una vida triste ni miserable, nada que justifique enfundar un arma y volarle los sesos a un pobre diablo. Así como algunos eligieron ser médicos o contadores él siempre soñó con matar algún corrupto y verle la cara de espanto al saber que había llegado la hora señalada.<br />Para él cada ser humano podía significar un puñado de billetes, así que mantenía el celular encendido las 24 horas ya que siempre aparecía algún cliente que, en la mitad de la noche, le reclamaba sus servicios. Y ahí salía El Gallo vestido de riguroso traje para cumplir con su tarea. Empresarios, políticos, narcotraficantes, esposos infieles y estafadores era sus principales presas. Generalmente los mataba con un arma y cuidaba que la víctima esté sola, ya que no le gustaban los escándalos. Todos los recursos eran buenos a la hora de cumplir con su objetivo. Armaba la puesta en escena para suicidios repentinos, accidentes hogareños o supuestos robos.<br />Nunca le había faltado dinero, más bien todo lo contrario. Igual prefería viajar en colectivo para pasar desapercibido y observar el comportamiento de la gente. Un hobby secreto que El Gallo tenía desde siempre. <br />Ese era el momento de retirarse. Había recibido muchas amenazas, sobre todo de tipos que decían estar al tanto de algunas de sus “limpiezas” y se la tenían jurada. Nunca el miedo le había parecido tan certero como ahora. Su instinto le marcaba el camino y no estaba dispuesto a contradecirlo. Con setenta años en su haber y treinta de servicio estaba cansado de pisar los bordes de la muerte. Tenía ganas de disfrutar de sus hijos y nietos, que nunca sospecharon el oficio que él desempeñaba. O tal vez eso creía El Gallo. <br />La noche se adueñó del colectivo y el chofer no se molestó en encender las luces. Ya quedaban pocos pasajeros hasta que todos bajaron en sus respectivas paradas y El Gallo se quedó solo. Sentado en él último asiento miró a su alrededor para confirmar que no hubiera nadie más. Cerró los ojos pensando que todavía faltaban muchas calles para llegar a su casa, y el sonido de una lenta respiración lo sorprendió. Saltó del asiento cuando una mano le tocó el hombro con fuerza. La figura lánguida y borroneada de un pibe se le apareció de la nada. El chico no tendría más de catorce años, vestía una bermuda color marrón y una remera con la cara del diablo sonriente. Una gorra con visera completaba el atuendo. Lo curioso es que no tenía pies y su voz se escuchaba lejana. <br />El Gallo lo miró otra vez, para confirmar si era real o sólo una pesadilla, quizás producto de su estrés. El chico le dedicó una sonrisa y lo sacudió hasta despertarlo por completo. Se sentó a su lado y le habló como si fueran viejos amigos.<br />-¡Por fin lo encuentro, Gallo!<br />-Me parece que voy a tener que abandonar algunas drogas. Estoy a la miseria, si hasta veo personas sin pies. <br />-Hace un año que lo buscaba. La verdad que es agotador. <br />-¿Estoy delirando? ¿Quién sos? Esto no puede ser real. Creo que la cabeza ya no me funciona.<br />- Todas las noches me subo al colectivo 32, el que usted toma y nunca lo encuentro. Siempre viene lleno. Lo bueno es que ahora ya no pago boleto.<br />El Gallo trató de tocarle el brazo y su mano pasó de largo. Era la primera vez que charlaba con un fantasma. Por un minuto dudó si su cerebro estaba fallado. El colectivo siguió el recorrido como si nada pasara. Así como a él le pagaban para matar a personas indeseables, el chofer se ganaba la vida transportando personas, o tal vez aparecidos.<br />El pibe se sacó la gorra y no se apartó del Gallo ni por un segundo. Siguieron conversando.<br />-Necesitaba hablar con Ud, Don Gallo. <br />-Te aclaro que lo de “Don” está de más.<br />-Bueno, está bien. No sea cabrón.<br />-Vos estás muerto. Ahora lo recuerdo todo. <br />-Fue terrible…El día que me mataron. Un pibe me cortó los pies, mientras Sixto me pegaba un tiro en la cabeza. Dos asesinos. Esos hijos de puta.<br />-¿Y yo qué diablos tengo que ver en todo esto? <br />-¿No se acuerda de mí? Yo vivía en la misma villa que Sixto Rodríguez. El viejo vendía armas y le robaba los clientes a mi tío Eusebio.<br />-Ahora creo recordarlo. Eusebio me contrató para que lo limpie a Sixto. Pero el muy cobarde se enteró de todo. Por eso antes de que yo lo “hiciera suicidar” se vengó. Sabía que tu tío iba a dejarte el negocio. <br />-Viejo de mierda. Siempre fue un mal bicho.<br />-¿Para qué viniste? Odio los fantasmas. Siempre dormí con la luz encendida, desde que era un chico. Eso no se lo cuentes a nadie.<br />-Mire Don Gallo. Quisiera darme un gustito antes de irme.<br />-Pibe, yo ya estoy retirado. Sólo llevo el arma por cábala. Y no me gusta que me llames “Don”.<br />-¿Se acuerda de las veces que lo jodí para que me enseñara el oficio, Don? <br />-Sí, ya me tenías podrido. Pensé que algún día me dejarías en paz. Ahora me acuerdo. ¿Sabés que pasa nene? Estas cosas no son para cualquier perejil. Vos sos de otro palo.<br />-Da igual. Si ya estoy muerto.<br />-No me gusta que me lleven la contra. Ya me faltan pocas cuadras para llegar a casa.<br />-¿Qué le cuesta enseñarme algunos truquitos? Dele, no sea pijotero Don.<br />El Gallo se levantó con dificultad del asiento. Tenía las piernas entumecidas de tanto estar sentado. Al llegar a la esquina, el chofer frenó y él bajó del colectivo. <br /> El pibe seguía a su lado. Los pies no le hacían falta para ser un asesino a sueldo.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-76269984114330554762009-05-30T06:37:00.000-07:002009-05-30T06:54:48.656-07:00Microrrelatos LocosLa oreja <br /><br />El chino lleva puesta una bata y un pantalón ancho. Mis ojos miran sin disimulo que está descalzo. Elijo algunos sahumerios y me cobra. Me despide. Abre la puerta con amabilidad. De repente, sin abandonar nunca la sonrisa que tiene, me aprieta la oreja izquierda con fuerza y me dice: Para las buenas energías.<br />Con una sonrisa le digo: Gracias. <br />Todavía me duele la oreja.<br /><br /><br />Olvido<br /><br />Una sombra golpea a mi puerta. Al abrirle, descubro que es una extraña mujer. <br />Como quien hace un trámite burocrático, me pregunta si aquí es donde dejó a su pequeño hijo. Le digo que no, con un leve movimiento de cabeza. <br />Cuando se aleja, la veo tocando cada uno de los timbres de la cuadra.<br /><br /><br /><br />Un Dios aparte<br /><br /><br />Son dos. Ya se nos arriman. ¿Celular? No. ¿Plata? No. <br />Con un arma en la cintura se apoderan de la escena. Le decimos no. No.<br />Le ofrezco el buzo.<br />Ahí mismo lloro, las lágrimas se me escapan solas.<br />Uno de los ladrones me consuela. Ya está. Me dice.<br />Nos vamos a casa.<br />Lloro hasta quedar seca. Estoy viva.<br /><br /><br /><br />Cargo de conciencia<br /><br />Acabo de matar un mosquito. No es un simple homicidio.<br />Acerco mis ojos como un zoom fotográfico y lo miro. Está vacío. La sangre ajena le brota.<br />¿Es o no es un Aedes?<br />Con un poco de alivio y un poco de culpa compruebo que no.<br /><br /><br /><br />Una nueva oportunidad<br /><br /><br /><br />Olaf está decidido. Se sube al balcón, y sin pensarlo, se suicida. <br />Mientras cae, observa las plantas de los otros balcones, siente que el aire le atraviesa el cuerpo y se arrepiente. <br />5, 4, 3,2..2,3,4,5.<br /><br /><br /><br /><br />¡Que suerte que te fuiste!<br /><br /><br />Se supone que debería llorar junto a él. Proclamar lo bueno que fue. Inventarle un pasado decente y un alma bondadosa. Pero no puedo. La risa me invade como un demonio.<br />Mientras, le ruego a Dios no tener que aguantarlo en el más allá.<br /><br /><br /><br /><br />Una familia muy normal<br /><br /><br />Un día fatal la familia Gutiérrez desaparece. La madre se cansa de su rol maternal y decide ir al boliche. El padre se aburre de la copa libertadores y viaja al Sur de mochilero.<br />¿Y los mellizos?<br />Los mellizos se abstienen de nacer. Por las dudas.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-57613836592876339052009-04-29T12:58:00.000-07:002009-04-29T13:00:57.379-07:00La SolitariaAlguna vez se dijo por ahí que en el barrio La Solitaria nunca ladraban los perros. Tal vez la gente no tenía mascotas, o sólo había gatos. La versión fue pasando de boca en boca, de padres a hijos, de abuelos a nietos y de vecinos a otros vecinos. Con un manto de morbo muchos afirmaban que les cortaban las cuerdas vocales para que no molesten con sus aullidos nocturnos. <br />Así las cosas, el barrio se transformó en La Solitaria, ganó su apodo por el silencio sepulcral que se adueñaba de las tardes, permanecía a la noche y jamás se iba. Se decía que todo aquello que emitiera un sonido era eliminado para no perturbar la tranquilidad de los demás. Si llegaba una ambulancia, le sacaban la sirena, y a los médicos les tenían prohibido pronunciar palabra alguna, y mucho menos detallar enfermedades mortales. Muchas madres introducían una pelota en la boca de los bebés para enseñarles a contener el llanto. Las peleas no existían porque nadie estaba autorizado a levantar la voz. La risa era una mueca que se parecía al cine mudo, y tanto autos como motos no emitían ningún sonido, ni para tocar bocina.<br />Otra versión decía que la gente ajena al barrio no podía permanecer más de dos horas en él porque si lo hacía quedaba mudo. Una vez un comentarista deportivo se perdió y nunca más recuperó la voz. Algún vecino lo ha visto recitar partidos de fútbol con expresiones de euforia y algunas veces de tristeza si el equipo perdía, pero nadie escuchó ni un quejido. <br />Los únicos que estaban a salvo eran los sordomudos. Entrar a La Solitaria era como mirar la tele con el volumen bajo o sacarle las pilas a la radio. Muchos se resistían a esta mudez obligatoria pero eran eliminados de la zona y jamás se sabía su paradero. <br />Algunas veces los perros abrían la boca como para ladrar y nada les salía. Por esta razón, se había corrido la voz de que La Solitaria era una zona víctima de robos y secuestros. Acaso los delincuentes de otros barrios aprovechaban para robar, ya que nadie se atrevería a gritar.<br />Los vendedores ambulantes también debían adaptarse. Algunos rebeldes pintaban banderas con las ofertas del día y las ponían a flamear con la ayuda del viento. Si no había viento, las sacudían para moverlas y llamar la atención de los transeúntes. Lo difícil era que no sonara el teléfono. Una luz roja era la señal de que alguien llamaba. De todas maneras nadie lo atendía por temor a pronunciar alguna palabra y molestar al vecino. Ni los heladeros eran bienvenidos en el barrio. Ese año muchos perdieron la mercadería que se les derritió bajo el sol por no poder gritar. A veces sufrían malestares estomacales por comerse todo el helado, para expresar su descontento por tremenda injusticia.<br />Mi abuelo Miguel fue el que me contó la historia. Algunos no le creen y es por eso que han tomado la triste decisión de encerrarlo en un geriátrico. Cada vez que voy a visitarlo comienza a hablar, como si quisiera recuperar el tiempo perdido.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-44335620776414950512009-04-01T08:55:00.000-07:002009-04-01T08:56:59.800-07:00La CasaQuizás esta sea la última vez que me mude. Realmente es fastidioso cambiar de casa tan seguido pero es bien sabido que no me queda otro remedio.<br />Si perdí la razón no es seguro. Lo único que puedo afirmar es que hay alguien más que habita en nuestra casa, o mejor dicho en cada casa que cambiamos cada seis meses. Entonces ocurre lo mismo noche tras noche. Y al día siguiente, cuando se lo cuento a mi mujer o a mis hijos sonríen con esa expresión burlona que pone en duda mis cabales. Me gustaría que ellos lo escuchen como yo, pero no hay caso.<br />Mi rutina en cada nuevo hogar es la siguiente. Me levanto cuando aún no ha salido el sol y, con mucho sigilo, pongo la pava al fuego y me cebo unos mates. Mientras, abro el placard para elegir la ropa que voy a usar y nunca encuentro nada. Si es invierno aparece la vestimenta de verano, si es verano la de invierno. Entonces me visto con lo primero que encuentro, para no despertar a nadie. Al cabo de una hora, mi mujer se levanta y abre las ventanas de par en par para que entre la luz de sol. Es ahí donde le pregunto si ella cambió mi ropa de lugar, y me responde como siempre que no.<br />Por la noche, cuando todos se han ido a dormir, me gusta mirar las estrellas y pintar con acuarelas en la oscuridad, aunque no vea nada. Es entretenido observar cómo quedan los dibujos al día siguiente. Cuando llega la madrugada comienzan los ruidos extraños. Escucho cubiertos que chocan entre sí y al entrar a la cocina están desordenados sobre la mesa. El mantel tiene manchas de vino tinto y migas de pan. Un corcho descansa en una silla y el aroma a sopa lo inunda todo. Con verdadero asombro, vuelvo al balcón por cinco minutos para mirar de nuevo las estrellas. Miro las manecillas de mi reloj pulsera y regreso a la cocina. Todo está en su lugar. No hay ningún cubierto desordenado, ni las migas de pan, ni el mantel con las manchas de vino tinto. Es inútil decir que esa noche no cenamos en casa, ni nos gusta el vino tinto, ni jamás en mi vida vi esos cubiertos. Al irme a la cama vuelvo a escuchar los cuchillos que chocan contra los tenedores y no me atrevo a volver a la cocina.<br />Al día siguiente abro los ojos con dificultad porque el sol me enceguece por la ranura de la persiana. Otra vez me visto con lo primero que encuentro y busco a tientas las pantuflas. Como siempre me resigno a pasar frío porque la ropa está desordenada. Mi señora duerme y se mueve mientras arrastra la sábana por el piso. Voy al patio y descubro una planta nueva. Cuando me acerco para mirarla la planta se encoge. Al alejarme florece y rompe la maceta que la contiene. Busco una regadera e intento echarle agua. En ese preciso instante desaparece. No quedan rastros ni de la maceta.<br />Seis meses más tarde nos volvemos a mudar. Es dificultoso embalar los objetos por categoría y al llegar al hogar nuevo encontrarse todo mezclado. A veces he tenido la sospecha de que nada nos pertenece. La inefable sensación de que todo es falso. <br />El camión de la mudanza estaciona frente a la casa nueva. Un hombre alto y flaco al extremo me ayuda a bajar los muebles más pesados. Una vez terminada la mudanza, le pago al tipo. Y mientras me da el vuelto le pregunto por mi familia. Pienso que tal vez están dentro de la casa, esperándome. El hombre me mira asombrado y me dice que creyó que yo era solo. <br />Trato de encontrarle una razón a todo esto.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-61660414197692241692009-02-25T04:31:00.000-08:002009-02-25T04:33:27.608-08:00VecinasEl día que me mudé al edificio dormí como una marmota. Sin nada en la heladera, sin amigos, y con la casa hecha un verdadero caos no tenía mejor opción que pretender que al día siguiente todo sería mejor.<br />En el noveno piso había tres departamentos: en el “A” vivía una pareja gay de dos muchachos que según escuché, entre bambalinas, o sea en esos chismes “ascensoriles”, eran dueños de un local de ropa de alta costura, la verdad nunca se los veía en todo el día; al “B” no sé quien lo habitaba, y el “C” era mi departamento, regalo de una tía solterona que nunca tuvo hijos y antes de morir me lo dejó. Me daba un poco de impresión oler los muebles pasados de moda, mirar las flores artificiales que ya estaban juntando tierra en un rincón y escuchar algunos longs plays que la tía Enriqueta había olvidado. Pero…”A caballo regalado no se le miran los dientes”. El lugar era más bien antiguo, y los departamentos formaban como una letra “C” que era rodeada por un barandal de hierro con esos ribetes curvos que hoy día ya nadie se tomaría el trabajo de hacerlos. A un costado, el ascensor dejaba observar los “pasajeros” ocasionales a toda hora del día. El edificio era un chiste a la modernidad, en medio de tantas torres seriadas, en pleno centro de la urbe.<br />Como el calor de noviembre ya se sentía en el aire, tomé la costumbre de levantarme muy temprano para poner la casa en condiciones vivibles. Tuve que hacer un inventario de todas las cosas inútiles que sólo me traerían alimañas. La alacena tenía gran cantidad de alimentos vencidos, algunos con gorgojos adultos, otros con marcas comerciales que ya no existían, servilletas de tela amarillentas por el inevitable paso del tiempo, vasos de esos con flores dibujadas y un viejo sifón de soda como reliquia de aquel sitio olvidado. Los cubiertos eran de plata original, los platos de porcelana y los palos de amasar me recordaban a un bat de béisbol. Un grupo de hormigas se paseaba dentro de una azucarera rota que tuve que echar al tacho de basura evadiéndolas antes de que se me suban por el brazo. Se ve que nadie había limpiado desde quien sabe cuando. El baño no mostraba mejor aspecto, con los azulejos negros de antaño, esos lavatorios enormes y el botiquín fileteado con unas florcitas blancas apenas visibles. Los productos de la tía Enriqueta eran los de una vieja solterona que espantaba las moscas con el matamoscas de plástico y usaba batón todo el santo día. Talco para pies, colonia con aroma fuerte, medicamentos y una pequeña tijera para cortar las uñas. Después de juntar lo innecesario en varias bolsas de consorcio, tiré todo a la basura.<br />Al mediodía me fui al trabajo con un poco de sueño, ya que no había podido dormir la noche anterior debido a unos ruidos extraños que no cesaron durante toda la madrugada. Pensé que tal vez era la ansiedad que me dominaba, con todo este asunto de la mudanza tan repentina. Ahora tendría mi propia casa, sin soportar a mis hermanos adolescentes saltando sobre las cuchetas ni a mis viejos con sus ataques de moralidad pública.<br />Al regresar, el silencio era total. Acá los sonidos no filtraban con tanta facilidad, ni los vecinos paseaban por los pasillos exponiendo sus miserias frente a las puertas de los otros. Reinaba una tranquilidad absoluta. En toda la jornada sólo le había visto la cara al portero, que me había solucionado un problemita doméstico para no morir electrocutada por mi propia inexperiencia, al empleado del supermercado y a un cartero del correo privado que no pronunció media palabra. Sentía un poco de soledad, en esas paredes viejas.<br />Me preparé un sándwich porque aún no me habían conectado el gas y luego traté de dormir una siesta, ya que por la tarde debía volver a trabajar y estaba agotada con el intenso calor del mediodía. Cerré las persianas, aún sin cortinas hasta que escuché otros ruidos nuevos. Con disimulo, acerqué un vaso de vidrio a la pared igual que cuando era chica, como si alguien pudiera verme. Eran chillidos que resaltaban sobre una voz que cantaba algo y conversaba con otra supuesta persona. Yo pensaba que en el “B” no vivía nadie. Por lo visto no era así. No podía dormirme a causa de la intriga, y como ya era tarde para esa siesta frustrada decidí ver con mis propios ojos quien era mi vecino. Usé la vieja estrategia de la taza de azúcar prestada y salí al pasillo.<br />Toqué la puerta varias veces porque el timbre no funcionaba y nadie contestó. Lo único que se escuchaba de fondo era un cantante lírico que se parecía mucho a Luciano Pavarotti y un olor a zoológico salía como una invitación por debajo de la puerta. Sin pensar en las consecuencias de invadir un domicilio ajeno, tiré del picaporte con suavidad y la puerta cedió. Entré en puntas de pie, sin respirar, la casa tenía el aspecto de un lugar selvático con helechos colgantes en todos lados y cuadros coloridos en las paredes. El intenso olor seguía firme, como si nadie pudiera evitarlo. La voz del cantante de Ópera ya no sonaba, ahora el sonido era como de púa gastada. Me metí en un pequeño lavadero que para mi asombro tenía animales de toda clase como perros callejeros, gatos sin alguna extremidad, loros mudos y una gallina que cojeaba al caminar. Sin recuperarme del estupor, sentí que una mano temblorosa me tomaba por el hombro sin decir absolutamente nada. La mujer tendría como noventa años, el cabello se le veía azulado de tantas canas y le llegaba a la cintura, los ojos lucían transparentes y llevaba un vestido largo azul oscuro. No tenía zapatos y veía sin ver. Ciega por completo vivía sola en aquella selva urbana.<br />Los susurros de mi siesta postergada eran las conversaciones que doña Lupe, así era su nombre, mantenía con sus animales. Los ojos se le habían apagado por un trauma infantil que nunca pudo superar, desde esa época en que ella aún usaba trencitas, sus padres le habían regalado toda clase de mascotas que casi siempre y en la mayoría de los casos tenían algún defecto físico, rescatadas de la calle. Lupe creció con sus sonidos y los olores que estos despedían. De joven, se casó con un cantante de ópera que siguió la tradición de los obsequios hasta que murió al caer de un caballo. Ella se mudó de la casa en el campo donde vivían porque decía que todas las noches lo escuchaba cantar, aún después que dejó este mundo. No pudo resistir la oportunidad de traer a todos las mascotas consigo. <br />La confianza era una virtud que pocas personas sabían obtener, la ceguera de Lupe le hacía mirar con otros sentidos a los demás. Por lo general no salía mucho a la calle, desde que el marido falleció. Él oficiaba de lazarillo hasta que un pariente le quiso regalar un perro para que la guíe, en lo laberintos de la ciudad. Ella nunca aceptó un perro de estirpe, sólo aquellos con deficiencias.<br />Yo sentía esos ruidos cada noche, como de sillas corriéndose, mesas chirriando contra el piso, voces indefinidas cuyos diálogos no podía entender y ese olor permanente en el aire. Trataba de cerrar los ojos con fuerza para no pensar y veía que el radioreloj daba un zarpazo para cambiar de hora hasta que el sol se inmiscuía por mi ventana. Así durante varios meses, tantos que el verano terminó y algunos misterios me quedaban sin revelar.<br />Una tarde que llegaba al edificio cargada de bolsas, me sorprendió la noticia en la pared del palier donde una carta intimidatoria detallaba las razones por las cuales una veintena de vecinos habían puesto su firma para echarla a Lupe, por ruidos molestos, olores nauseabundos y comportamiento impropio para una vecina. Observé en detalle la lista y solo faltaban pocos. Era ofensivo tener que verles las caras en semejantes circunstancias, pero odiaba la injusticia de estas personas a las que nunca había cruzado.<br />Tomé coraje y decidí que al día siguiente iría a la reunión de consorcio. Alguien tenía que defenderla y esa era yo. Opté por no decírselo a ella, para que no se hiciera malasangre.<br />La reunión se postergó para las nueve de la noche. Llegué con el tiempo justo y pedí disculpas a todos. Ninguno me dirigió la palabra. Sabían de mi amistad con Lupe. Escuché con irritación las acusaciones estúpidas y dije todo a favor de ella. La cosa no pasó a mayores porque el portero interrumpió la reunión amenazando con llamar al empleado de seguridad. El consorcio tomó la irrefutable decisión de echarla del edificio. Hubo caras de satisfacción en muchos vecinos.<br />Me fui con los ojos llenos de lágrimas para buscarla. Entré despacito, como aquella vez y no había nada. No quedaban Lupe, ni sus perros lisiados, ni la gallina renga, ni los helechos colgantes. El departamento estaba vacío.<br />Como si ella nunca hubiera existido.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-18388434917953910092009-01-20T06:19:00.000-08:002009-01-20T06:20:33.665-08:00Pequeñas historias realesPequeñas historias reales<br /><br /><br /> Un perro negro cartonero<br /><br />Voy junto a mi perra a tirar la basura y escucho un ruido extraño cerca del contenedor. De repente un perro negro salta desde adentro y se escapa a la calle. No es la primera vez que lo encuentro. Unos días después el perro negro se zambulle del contenedor al asfalto. Ovidio Lagos tiene un tráfico feroz al mediodía y un motociclista casi lo atropella. El tipo lo insulta y toca la bocina. El animal corre y cruza la calle asustado. Me dan ganas de ahorcar al conductor de la moto. Cada vez que me acerco al contenedor de basura miro si está el perro negro. <br /><br />Un soldado que espera al enemigo<br /><br />Camino junto a mi perra por Ovidio Lagos, pasan una adolescente corriendo junto a un hombre que parece su padre en bicicleta. Escondido en el Estadio Municipal hay un perro de color blanco al que bautizaron “Corcho” que tiene la costumbre de ladrarle a todos aquellos que hacen ejercicio. La chica se lleva un susto bárbaro y el padre la alienta a seguir. Corcho es inofensivo pero tiene el hobby de quererle morder las pantorrillas a todos las personas que salen a correr o pasean en bicicleta. Algunos le tiran con piedras, pero él nunca claudica y es un guardián que espera el momento exacto para atacar al enemigo, como un soldado valiente.<br /><br /><br /><br /><br /><br />Una madre valiente<br /><br />Se acerca la primavera y paseo a mi perra por la vereda colmada de árboles. De repente un pájaro que emite chillidos extraños se me posa en la cabeza y no me provoca un infarto porque Dios es grande. Luego me entero que es una calandria. Y evito pasar por el mismo lugar. A todos los transeúntes los ahuyenta de la misma manera. Después me río porque es como una cámara oculta. Pero cuando llega el calor miro si en los nidos están ellas que por lo visto son madres de armas tomar. De vez en cuando pasa algún señor calvo que pega un salto y es sorprendido por estos bichos primaverales que defienden a sus hijos de toda amenaza. <br /><br /><br />El llanto de un inocente<br /><br />Estoy barriendo el comedor y escucho un sonido raro. Se asemeja al llanto de un bebé. Sigo limpiando y el ruido persiste. Me asomo a la ventana-balcón y veo con asombro que un gato maúlla del otro lado. Trato de alzar al gato, pero recuerdo que mi perra los odia. Tejo en mi mente todas las posibles soluciones al problema. Si levanto al gato en brazos tal vez me arañe, si lo dejo en el balcón a lo mejor extraña a sus posibles dueños, si es que los tiene. Él me mira con cara de reproche y no puede escapar de mi balcón. Sigue llorando. Recorro toda la cuadra preguntando de quien es el gato. Nadie lo reclama. Si fuera un portafolio lleno de dólares seguro alguien denunciaría su falta, pero es un simple gato. Eso pienso. Luego desaparece en un segundo, de la misma manera que llegó.<br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br />Una mensajera que perdió el vuelo <br /><br />Es pleno verano y tomo sol en la terraza del edificio. Veo que una paloma trata de volar y no puede. Lo intenta varias veces y vuelve a fallar. Así, desiste de su objetivo. Insegura, la alzo como a un bebé sintiendo los latidos de su corazón y descubro que tiene un anillo en una de sus patas. Es mensajera y está perdida. Le pregunto al portero del edificio si sabe quien tiene alguna y me da el domicilio de un pibe que tiene un palomar. El pibe me dice que el hermano es el dueño y se la dejo en una caja de zapatos para que no tenga frío. Pasan los días y en cada paloma que veo en el cielo me pregunto cual podrá ser la mía. Me quedo pensando en ella como una madre que abandona a su hijo.<br /> <br />Empleados del servicio meteorológico<br /><br />A la noche camino por la vereda del Estadio Municipal. La humedad es fatal y también el calor. Salen de todos lados los cascarudos para anunciar tormenta. No corren con mayor suerte cuando algunas mujeres como yo, temerosas de los insectos los aplastan, y en un instantáneo crujir se les va la vida. Al otro día la lluvia y el viento se llevan las hojas de los árboles y miles de cascarudos aparecen muertos en la vereda. Ya nadie los recuerda. Y eso que son más infalibles que el informe meteorológico.<br /><br />Acrobacias en el cielo<br /><br />Nunca me gustaron los murciélagos. Hay calles donde habitan, como Ocampo o Viamonte. De noche suelen esconderse en los árboles y cuando detectan mi presencia comienzan a volar. Se acercan a mi cabeza y mi marido que camina junto a mí intenta en vano quitarme el miedo. Son como pilotos haciendo acrobacia en las nubes. De todas formas les tengo pánico. Tal vez por esa teoría de que si se prenden a la cabeza te arrancan todo el cabello y quedás pelado.<br /><br /><br />Embusteros ilusionistas<br /><br />Recuerdo algunos veranos en el pueblo de mi abuela. Sin nada que hacer en las noches calurosas nos sentábamos con mi hermana en la vereda para ver pasar la gente. Pocos autos circulaban por la calle. En un segundo pasó una camioneta. En la oscuridad sólo se vio una silueta que al pasar el auto se encogió como un globo desinflado y luego volvió a emerger transformada en sapo. Me asombré al descubrir que todos los sapos de Berabevú hacían lo mismo al anochecer. Yo que creí que ya era sapo muerto, sólo era un truco que suelen emplear ellos para romper el tedio de ser sapos pueblerinos y engañar a los tontos de la ciudad que como yo no tienen mejor pasatiempo que meterse en sus vidas. <br /><br />Amas de casa abnegadas<br /><br />A las abejas les encanta el suavizante para la ropa. Ellas no discriminan la marca. Estoy tendiendo en la soga y se posan en la ropa húmeda. El otro día una abeja se me posó en la cabeza. Me llevé un susto, pero la ahuyenté despacio para que no me picara. Le tengo más temor a un pequeño insecto que a un tigre de Bengala. Igualmente controlo un posible grito para que los vecinos no crean que perdí la razón.<br /><br />Me persigue la buena suerte<br /><br />Son días calurosos y abundan los grillos. La primera noche que se transforman en okupas de mi casa me resigno a escuchar sus serenatas por aquel mito de que no hay que matar un grillo porque trae mala suerte. Así transcurren varios días y cada vez son más. Cantan sin parar y vuelan cerca de mis oídos emitiendo un zumbido molesto. La quinta noche me paciencia llega al límite y me transformo en una asesina serial de grillos. La culpa me persigue como otro insecto más y recuerdo con nostalgia al famoso Pepe Grillo.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-36037520845164076512008-12-17T08:08:00.000-08:002008-12-17T08:19:41.730-08:00AburrimientoEstoy sentada con la firme decisión de estudiar para ese examen. Mi compañera de la facultad me abandonó como un soldado cobarde que huye de los bombardeos en plena guerra. No es para menos siendo sábado y en una noche estrellada que invita más al jolgorio que a las matemáticas. Confieso que si yo fuera ella haría exactamente lo mismo.<br />Pero el lunes siguiente rindo ante un tribunal de profesores hartos de mi repetida presencia. Debo jugarme la última chance o de lo contrario me recibiré cuando esté jubilada.<br />Hace muchísimo calor y una molesta polilla sobrevuela mi lámpara mientras intento comprender el significado de algunas fórmulas que sólo sirven para complicarme la vida. Dispersa y molesta me levanto de la silla para buscar una excusa que me libere de este encierro. Me preparo un café bien negro con mucha azúcar y devoro la pizza que me sobró, olvidando que hoy debería comenzar la dieta. <br />No muy convencida de mis dotes de estudiante aplicada, envío varios mensajes de texto y nadie me responde. Me pierdo una hora imaginando las cosas interesantes que harán los demás mientras yo trato de forzar un encuentro con los apuntes de la facultad como quien se engaña al salir con un hombre que no le gusta.<br />Las hojas se amontonan sobre mi mesa y la borra del café presagia una mala nota en la libreta universitaria. No hay caso. No puedo concentrarme y de nuevo deliro en fantasías irrealizables. Apoyo el mentón sobre mi mano y sueño despierta. Tal vez con ganarme la lotería y viajar por el mundo, o que me den algún premio novel o enamorarme de un excéntrico millonario y mudarme de este oscuro departamento a las Bahamas, para no tener que pensar nunca jamás en el alquiler.<br />Me quedo con la esperanza de que suene el teléfono y no pasa nada. Levanto el tubo para confirmar si tengo tono y todo está en orden. Nadie toca el portero eléctrico. Es una noche como para morir de aburrimiento. <br />Los cuadros yacen colgados de la pared y no se atreven a moverse de sus respectivos clavos. El sillón permanece mullido sin que nadie lo utilice. Una pila de libros, fibras fosforescentes y apuntes me esperan en vano. Si hasta mi celular resulta obsoleto. <br />Sigo rodeada de inútiles objetos que no quieren hablarme, ni contarme secretos, ni discutir sobre lo que dice el informe meteorológico para mañana. Para derrotar el aburrimiento decido encender la radio, pero sólo descubro música funcional que ocupa el espacio pero no transmite nada. No han quedado ni los locutores, que a veces gritan para levantar el ánimo a los ermitaños que al igual que yo, intentan estudiar un sábado a la noche porque así es la vida. <br />Cuando se acabó la pizza fría y no tengo más ganas de calentar el café, decido espiar a los vecinos de enfrente como un nuevo entretenimiento. A la par pongo la tele y golpeo con fuerza los botones del control remoto que justo hoy se está quedando sin pilas. Nunca hay nada los fines de semana, sólo películas viejas y algún documental repetido que ya lo vi veinte veces. <br />Asumo que esta noche no estudiaré y me aburro con la programación de siempre. Por momentos detesto la soledad de mi departamento y tomo la repentina decisión de dormirme en el sofá hasta que sea domingo y deba estudiar a contrareloj, bajo la amenaza de rendir mal.<br />Miro a los de enfrente. Una familia común. Como cualquier otra. Ellos no sospechan que observo su vida cotidiana. Decido tomarlos como un pasatiempo, como un juego de mesa en un día lluvioso, que sirve para esquivar la monotonía de nuestra propia existencia.<br />La familia perfecta sigue con el curso de su vida e ignora mi intromisión. Los miro en detalle, como si tuviera un zoom en mis ojos. Los acerco o los alejo de acuerdo a los caprichos de mi repentina curiosidad. Ellos son mi único contacto con el mundo exterior y me aferro a sus movimientos para salir del hastío. Al menos por un instante.<br />Sigo sin quitarles la vista de encima. Los miro uno por uno. Abro la ventana con disimulo para escuchar mejor. La escena es tan simple como la de una familia simple. Nada del otro mundo.<br />El bebé llora. La madre lo alza y sigue llorando. El padre lo acuna y no deja de hacer pucheros. La abuela le hace mimos y rompe en un llanto que aumenta a medida que me acerco a la puerta de la casa. Siento que me quedan dos caminos, o matarlos a todos o subir el volumen de mi televisor. Como la luz se acaba de cortar, agarro un cuchillo y me acerco lentamente. Al llegar al departamento de mis vecinos, descubro que alguien me ganó de mano.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com8tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-64548151710534056612008-10-05T16:45:00.000-07:002008-10-05T17:00:57.402-07:00CeremoniaDesde hace veinte años Rubén trabaja en la casa funeraria de la calle Ocampo. Digamos que vive encerrado en esos largos pasillos en los que a toda hora entran y salen coches fúnebres decorados con inútiles flores que el tiempo se encargará de marchitar. Piensa que a la muerte hay que tomarla con calma, y evita esas palabras de consuelo que se tornan absurdas ante lo inevitable. Rubén es un hombre calvo, de unos sesenta y pico de años y heredó el negocio familiar cuando su padre falleció.<br /> Hijo único y soltero por decisión propia, siempre pasó las horas maquillando los cadáveres para cada funeral y haciendo uso de la discreción en los momentos necesarios. Antes su sueño era maquillar a estrellas del espectáculo, pero las cosas se dieron así. Aprendió a aceptar su profesión como un hombre admite los defectos de un ser querido. Le tocó maquillar mujeres pálidas, que él trató de restaurar sus encantos con un poco de base. En algunas oportunidades no podía contener el llanto al ver cadáveres que ahora lucían amarillentos por los efectos de un cáncer y en otro instante tenían las mejillas encendidas. Lo mejor que él podía hacer era devolverles una buena imagen de lo que fueron en vida.<br />No le quedaba ningún familiar. Él mismo se ocupó del sepelio de su padre, sus tías y algunos parientes lejanos. Utilizó fotos de ellos para rescatar la imagen de cada uno y así poder recordarlos. Los maquilló con absoluta dedicación antes de la despedida.<br /><br />Los primeros años fueron bastante difíciles, ver tantos difuntos le provocaba nauseas y al regresar a su departamento tenía pesadillas. Para Rubén no hubo muerte más triste e inaceptable que la de un bebé recién nacido, ese recuerdo le quedó impreso en la memoria para siempre. El blanco ataúd parecía una broma pesada en medio de la sala mortuoria y las flores no servían para disipar tanto dolor.<br />Al principio vivía en un departamento cerca de la casa funeraria, pero cuando su padre murió, Rubén debió mudarse ahí mismo. Se instaló en un pequeño cuartito donde antes guardaban objetos inservibles y puso una cama. Completaban el mobiliario un velador y un ropero que era de su papá. La habitación lucía bastante sencilla, ni siquiera tenía una ventana. Sólo una claraboya de forma ovalada, y ese olor a formol que la casa entera parecía conservar, como si ella también hubiera muerto.<br />Nunca fue un gran conversador, sólo se limitaba a contestar las preguntas que los clientes le hacían. Algunos deudos tenían exigencias a la hora del funeral que Rubén cumplía sin mostrar asombro, podría haber escrito un libro con todas las anécdotas de cada velorio. Una vez los familiares de un fallecido, hicieron fabricar un ataúd con forma de biblioteca donde colocaron todos los libros del difunto, que era un lector empedernido y un accidente le había provocado la ceguera total. Decían que ahora que estaba con Dios, éste le devolvería el don de la vista al llegar al cielo. Y no fue sólo esta experiencia. Hubo el caso de unos hermanos gemelos que a la edad de ochenta años decidieron ir juntos a un prostíbulo y al parecer el corazón les falló a ambos en pleno acto sexual. La familia le pidió que los maquillen para disimular las marcas de las mordidas que tenían por todo el cuerpo. Los parientes que fueron al funeral creyeron que los ancianos habían sido ferozmente atacados por una jauría. Nunca supieron la verdad. Rubén aún recuerda a una mujer que se había suicidado y la descubrieron ahorcada en la cocina, mientras la comida se cocinaba a fuego lento y olores más agradables invadían el ambiente. El desdichado marido la encontró con una nota en la mano. Al llegar los policías descubrieron que no era de despedida, sino una receta de cocina, la única inconclusa. Él se empecinó en dejarle comida a la esposa por si tenía hambre en el más allá, y con el correr de las horas, en pleno verano, el cajón despedía un olor nauseabundo que no era precisamente del cadáver. La gente, por respeto, no dijo nada y soportó el fétido aroma durante todo el velorio. <br />Sería interminable la lista de sucesos que no se condecían con la ceremonia de la muerte. Desde muertos equivocados que la funeraria debía devolver a sus deudos originales como quien regresa un producto en mal estado, hasta gente que en pleno funeral discutía a los gritos por cuestiones económicas, dejando al fallecido solo en el cajón, y propinándose golpes de puño en la calle. A Rubén nada parecía perturbarlo, a estas alturas permanecía inmune a la muerte.<br />Se esforzó por ayudar a los demás y estar presente en el dolor ajeno en el peor de los momentos. Las noches se hicieron un poco largas, viendo llorar a personas con rostros distintos, nombres extraños y muertes traumáticas. Hubo veces en que la misma muerte se le antojó como una obra teatral, repetida cada día por diferentes actores. <br /><br /><br /><br />Una mañana Rubén quiso moverse pero le resultó imposible, no tenía percepción de su propio cuerpo. Cuando intentó escapar descubrió que él mismo maquillaba su propio cadáver que yacía en una camilla de acero inoxidable. <br />La ambulancia llegó puntual. Dos hombres vestidos de blanco lo subieron y le colocaron la camisa de fuerza.<br />Fue un día tan opaco como cualquier otro.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-78718384251333522542008-08-20T15:00:00.001-07:002008-08-25T17:00:24.401-07:00El reemplazanteYo estaba completamente solo en el mundo. Había perdido a mis familiares en un accidente automovilístico, y por una depresión profunda no tenía trabajo estable, ni donde caerme muerto. Parece que mi oficio anterior ya estaba en vías de desaparecer, como un animal en extinción. Hoy día ya nadie necesitaba una persona como yo, para arreglarle los electrodomésticos, hasta las familias menos pudientes adquirían productos nuevos. Sin nadie a quien pedirle ni una moneda, se me ocurrió una idea de esas salvadoras.<br />Decidí poner un aviso en Internet, donde figuraba mi foto y un texto que titilaba en la pantalla con esta frase: “Rubén Quinteros, reemplazo a cualquier familiar o amigo en situaciones límites. ¡No dude en llamarme! Presupuesto sin cargo”. A continuación, un texto detallaba los pormenores del servicio que yo brindaba para aquellos que tuvieran la necesidad de escapar de sus monótonas vidas, mientras los reemplazaba ocupando su lugar. Nada despreciable para cualquier ser humano atareado.<br />Sinceramente, nunca creí que alguien podría recurrir a tan extraño servicio. Me equivoqué. Al encender la computadora, encontré el mensaje de un tipo que se parecía mucho a mí. La única diferencia en la foto que me enviaba, era que Ricardo Ayala tenía los ojos verdes. En todo lo demás, éramos dos réplicas exactas. Ambos de cabello corto renegrido, ojos achinados, y de un metro ochenta de estatura. Lo sorprendente, era que hasta el tono de voz compartíamos. Sólo pude “conocer” a Ricardo a través de la cámara web, que él mismo había instalado en un hospedaje secreto donde se hallaba oculto.<br />Recuerdo nuestra conversación, me dijo:<br />-¿Rubén Quinteros?<br />-Sí. ¿Es usted Ricardo Ayala?<br />-Sí, señor. Yo quería contratarlo por dos meses. Este es mi plan: Resulta que mi matrimonio se está desmoronando y ya no aguanto más esta situación. <br />-¿De qué manera podría ayudarlo?<br />-Usted debería reemplazarme sólo por dos meses, fingir que soy yo. Eso me daría tiempo para emprender un viaje y pensar qué hago con mi vida. Mi familia vive en el barrio de San Martín Milagroso, a pocas cuadras de su domicilio. Hace veinte años que estoy casado con Norma Paredes y tengo dos hijos, Juan Ignacio y Macarena. Mi mujer es una compradora compulsiva que me está llevando a la ruina. Los chicos, viven encerrados en su cuarto, ni amigos tienen. Un desastre mi vida. Con decirle que acá ni el perro se salva. Un dogo argentino que Norma hizo adiestrar por si entran ladrones. Una locura. Si ya no existen los robos, eso era en el pasado. Bueno, espero que me haya comprendido. Le dejaré su pago virtual cuando esto finalice. Bah, si es que decide aceptar.<br />-Mire, Ayala. Yo soy un hombre solitario. No tengo compromisos de ninguna clase, ni ataduras familiares. Así que si quiere, mañana mismo comenzamos. ¿Podría enviarme una filmación para conocer las caras de mi nueva familia?<br />-No se preocupe Quinteros. Ya mismo se la enviaré. Gracias y que tenga suerte.<br />-Nos vemos a la vuelta de su viaje.<br /><br />Después de estudiar los rostros de la familia Ayala, me aprendí de memoria hasta los gustos personales de cada hijo, las fechas de cumpleaños, y otros menesteres para convertirme en el nuevo Ricardo Ayala. Estaba tan ansioso que no pude dormir. De todas maneras, no tenía nada que perder. <br />Al día siguiente, entré a la casa atravesando un pequeño jardín donde un dogo argentino de gran porte casi me convierte en su menú del día. El perro, me saltó con las dos patas delanteras hasta que logré tranquilizarlo con una extraña canción de cuna que el verdadero Ricardo Ayala me había enseñado, por si el animal no reconocía mi olor. Como su olfato ya estaba en plena decadencia, logré escapar de su acecho. En la puerta de entrada, que se comunicaba con el patio donde estaba el dogo, una mujer alta de cabello ondulado lo llamó con un gesto despreocupado, como si se tratara de un caniche, o un salchicha y no de esa mole amenazante de color marfil.<br />-¡Judas! ¡Judas! Vení con mamita a comer dulce de leche.<br />Mi corazón era una batucada incesante. Si el perro me hubiese reconocido como un impostor, estaba frito. La señora era Norma Paredes, que con una cucharada de dulce de leche había tranquilizado a Judas. Yo no podía creer que semejante perro comiera dulce de leche. Ayala había olvidado contarme esto. Por suerte yo estaba entero. Aunque no era muy creyente, era el momento ideal para agradecerle a Dios.<br />Para parecerme más a Ricardo, me había puesto unos lentes de contacto de color verde, que convencieron a Norma. Ella nunca tuvo dudas de quien era yo. Con eso, me las arreglaría al menos por dos meses. Claro que aún no estaba resuelta una cuestión. ¿Qué haría cuándo ella me buscara para tener relaciones sexuales? No lo sabía. Algo se me ocurriría para evadirla, de lo contrario sería hombre muerto. Lo único que me faltaba, pensé. Resolverle la vida a este tipo, resolverle la muerte (si me pescaba con su mujer) y encima ad honorem.<br />Macarena tenía sólo diez años. Era la menor de los Ayala. Y tan caprichosa como su madre. Si no le daban lo que pedía era capaz de alterar los decibeles máximos que cualquier tímpano podría soportar con sus grititos histéricos y un llanto aterrador. Juan Ignacio había cumplido el mes pasado catorce años. Nunca hablaba con nadie. Estaba con la computadora todo el día, hasta que se quedaba dormido sobre el escritorio. Ambos pichones de Ayala eran dos pequeños tiranos cuya madre no se molestaba en ponerles límites. Por lo que supe, con el correr de los días, Ricardo Ayala era un bohemio que nunca había transpirado ni una gota de sudor para mantener a su familia. Los padres de Norma Paredes los mantenían a ambos. Por eso, Norma derrochaba el dinero en cursos inútiles sobre el alma de los gnomos espirituales y prendas que nunca usaba. <br />Ahora comprendía la razón por la cual Ricardo Ayala quería escapar de su familia, esconderse bajo tierra como un topo.<br />Fue un mes agotador, con discusiones acaloradas en las cuales Norma nunca me daba la razón, compraba miles de objetos inútiles con la tarjeta de crédito y yo me quedaba horas en el baño, para no oír sus reproches. Debía soportar a mis hijos postizos que le hacían la vida imposible hasta al pobre de Judas que les gruñía ya sin ganas. Tenía que ser valiente, ya que sólo me quedaba un mes más y pronto volvería a recuperar la libertad. <br />Perdí la cuenta del tiempo que transcurrió desde ese día en que llegué a la casa. Hasta hoy. Me ví en el espejo del baño y ya me están saliendo algunas arrugas alrededor de los ojos. Mi relación amorosa con Norma se transformó en un contrato tácito de indiferencia mutua. Los chicos ya empezaron la facultad, tanto Macarena como Juan Ignacio no están en todo el día. El único que me juró fidelidad eterna es Judas, que quedó completamente sordo y ya no recuerda ni cómo asustar a los posibles intrusos.<br />A veces no sé quien soy. Si Ricardo Ayala o Rubén Quinteros.Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4706473030697766514.post-74209302373884532622008-07-19T15:03:00.000-07:002008-08-06T18:48:04.857-07:00La Parlanchina<div align="left"><br /><br /><span style="font-family:verdana;color:#006600;">Un viaje<br /><br />Paula Escudero<br /><br /><br />Arriba del micro todo comenzó a desdibujarse, las vacas se convirtieron en una mancha confusa mezcla de blanco y negro, los árboles en hojas borroneadas, monigotes garabateados en verde intenso, los campesinos en puntitos lejanos cabalgando sin rumbo fijo. Cada gota de una lluvia intensa golpeó con rudeza las ventanillas, el olor a barro traspasó aquel recinto donde las horas nunca parecían transcurrir, donde cada ser humano repetía algunas acciones como una guarda decorativa: los pasajeros roncaban con la boca semiabierta, con los ojos en pleno movimiento del sueño, otros escuchaban música sólo para sus oídos mientras dejaban escapar alguna estrofa desafinada y los más valientes sufrían los vaivenes del baño sobre cuatro ruedas.<br />Cuando despertó, Nicanor supo que algo raro pasaba. No tenía idea de la hora, ni tampoco del lugar. Las nubes anunciaban tormenta en esos colores grisáceos que parecían comerse el cielo de un bocado, las vacas habían desaparecido, las voces del resto de los pasajeros eran nada más que tibios murmullos inalcanzables al oído humano. Se irguió en su lugar, y dio vuelta la cabeza para mirar a los demás. Sorprendido, descubrió que sólo quedaban en el último asiento una madre que parecía milenaria junto a su hija de 7 u 8 años. Ninguna de ellas lo miró, como si no existiera. Hablaban en una jerga intermitente mientras la madre tejía con lanas de distintos colores. Eran dos extrañas en un micro que no llegaba a destino. Trató de acercarse al chofer, un gordo lleno de tatuajes con gorra de marinero que vestía una bermuda azul oscuro y una camisa arrugada. El tipo no contestó a ninguna pregunta, sólo dibujó una mueca en su rostro y siguió manejando mientras Nicanor perdía las esperanzas de saber su paradero. Ahora sí, estaba perdido. Con la incierta compañía de tres personas, y sin poder comunicarse. Esto le pasaba por quedarse dormido, para colmo el frío se sentía, y no tenía una campera, ni una manta. Descubrió que había subido al micro equivocado. Ya era tarde, ahora tenía que saber dónde estaba, en medio de esa inmensidad. A la madrugada, el coche quedó vacío, hasta el chofer se bajó en un paraje lleno de camiones donde abundaban viejos jugadores de naipes, cocineras gordas con perfume a frito y prostitutas desvencijadas vestidas en tonos fosforescentes, que fumaban en una mesa contigua a la de él. No podía encontrar un cartel indicador, ni una sola persona que hablara español, todos eran un tumulto de voces extrañas en la noche cerrada. A duras penas, por medio de señas, se hizo entender. El estómago le crujía tanto que se devoró la sopa grasienta que le trajo una vieja que atendía el bar. El hambre pudo más, nunca en su sano juicio él hubiese comido semejante asquerosidad, pero esa era otra cuestión. Sin dudas este viaje era lo de lo más inesperado.<br />Más tarde todos los que estaban allí se quedaron dormidos, muchos a la intemperie, a pesar del frío, otros sobre casas rodantes destartaladas que eran la mejor opción. Sólo quedaron los olores en el aire noctámbulo, restos de comida saqueada por las moscas y la luz titilante del neón que alumbraba el bar con un nombre bastante contradictorio, se dijo Nicanor: El Milagro.<br />Pensó en una alternativa para pasar la noche. Caminó varias cuadras donde las casitas eran pequeñas, las luces permanecían apagadas y no se veía ni un pájaro. Nada que respirara. De madrugada y con los chispazos de una tormenta eléctrica que brotaba de las nubes, Nicanor llegó hasta una Iglesia muy antigua. La puerta estaba abierta, y desde adentro salía un olor a humedad intenso. Los santos decoraban las paredes, con ojos que tenían vida propia en el silencio duradero y aterrador. Los confesionarios cerrados escondían los secretos de mucha gente del lugar, penas ocultas que algún sacerdote debía guardar en su memoria. Las velas se mantenían encendidas a pesar del viento que entraba a escondidas, los feligreses sin duda dormían bajo techo, a salvo de sus propios pecados. Le daban un poco de miedo las iglesias, pero la lluvia era cada vez peor y no conocía esa ciudad. Así, se quedó dormido, abrazado a la mochila que llevaba como único equipaje sentado en esos bancos interminables que la gente solía usar para asistir a la misa.<br /><br /><br />Al despertar no entendía nada, se vio rodeado de un grupo religioso con hombres, mujeres y niños que oían el sermón de pie. Nadie advirtió su presencia, los cánticos llenaron el lugar como un eco y varias ancianas caminaron con esas canastas pequeñas para pedir la limosna correspondiente. El cura, que parecía de origen africano, pronunció un discurso incomprensible que acompañó con movimientos de manos y gestos exagerados ante la presencia de un grupo de fanáticos que se colgaban de la sotana a los gritos.<br />Quería hablar con alguna persona y no le salían las palabras. Sentía ganas de llorar, de pedir ayuda y estaba solo. Perdido en ese lugar desconocido. Tal vez alguien de su familia lo reclamara. No podía recordar ni la fecha, ni la hora solamente su nombre, que discretamente anotó en un papel de caramelo para no olvidarlo.<br />Salió de la Iglesia con la mochila al hombro cuando unos pájaros negros se le posaron sobre la cabeza dando brincos y moviendo las alas de manera incontrolable. Los espantó con ambas manos hasta que treparon a la copa de un árbol. Caminó varios kilómetros sin tomar un descanso, ya no sentía ni hambre, ni sed, ni ganas de ir al baño. El sol le daba en la cara, los pies seguían deambulando por un camino de tierra laberíntico en busca de otro ser humano. Luego de un rato, se cruzó con una pareja de ancianos que le resultaba familiar, ambos vestían con atuendos de otra época. Pasaron de largo en una vieja máquina agrícola que levantaba polvareda en su andar. Nicanor quiso gritarles, pero las palabras no querían salir de su garganta. Como si las hubiera olvidado. Ellos, desaparecieron fundidos en el horizonte sin dejar ni siquiera un rastro, ni una huella.<br />Su memoria tenía huecos que lo hacían dudar de la realidad, le pesaban los ojos como piedras gigantescas, las manos le sudaban con un leve temblor y por momentos creía ver seres muy similares a los suyos, réplicas exactas que se diluían al instante. Con mucha dificultad logró llegar hasta El Milagro cuando el atardecer despuntaba, y el sol se escondía con la astucia de un ilusionista. Las mesas vacías no tenían rastros de vida, las casas rodantes abiertas invitaban a los intrusos y los árboles yacían mudos. Creyó sentir el mismo olor a la sopa grasienta de la noche anterior, el choque de los cubiertos en esos platos ordinarios, los gritos de la gorda cocinera llamando a los comensales. Miró en todas direcciones. Las prostitutas con el cigarrillo encendido, los viejos jugando a los naipes, el cura africano dando la misa, los feligreses clamando en los oscuros confesionarios y el recorrido que dejaban las velas con el humo al encenderse. La nena con su madre tejían como siempre, el chofer tatuado mantenía intacta esa mueca intrigante encendiendo el motor.<br />Nicanor, saludó a cada uno de ellos con un leve movimiento de la mano derecha y emprendió el viaje de regreso. </span></div><p><span style="font-family:verdana;color:#006600;"></span> </p><p><span style="font-family:verdana;color:#006600;"> </p><div align="left"><br /><br /></div></span>Paula Escuderohttp://www.blogger.com/profile/15016115134438318826noreply@blogger.com4