domingo, 25 de octubre de 2009

La Mugre

La Mugre

Si hay una cosa que detesto en la vida es la gente mugrienta. No puedo tolerar la ropa tirada por toda la casa, la cama deshecha y el tacho de basura que desborda de residuos hasta desmayarme del olor. Es un asco vivir así. Será por eso que desde muy joven, y hasta que el cuerpo dijo basta, me dediqué a la limpieza de casas. Respondí a un aviso en el diario local donde pedían una empleada doméstica para un señor que vivía solo. Ofrecía un sueldo bastante respetable y la única contra era que la casa quedaba a una hora de distancia. Como yo estaba desempleada no lo dudé un instante y salí bien temprano, ya que tenía que tomar dos colectivos.
Bajo un manto de lluvia y embarrada hasta la médula, llegué diez minutos antes de la hora de la entrevista y esperé a ser atendida. La casa era muy elegante, rodeada de un jardín enorme y realmente me impactó. Cuando aún no salía de mi asombro, una vieja encorvada salió a recibirme y me hizo un par de preguntas básicas sobre mi vida personal, empleos anteriores y otras nimiedades. Me rogó que fuera reservada si me interesaba conseguir el trabajo y agregó que el dueño de la casa estaba de viaje y ella era la casera. Sólo me dijo que el hombre se llamaba Zacarías Álvarez Toledo y era un famoso escritor. La mujer prometió avisarme a lo de una vecina, ya que me habían cortado el teléfono por falta de pago.
En el camino a casa, tuve un mal presentimiento y me arrepentí de haber pisado esa mansión. Aquella vieja me daba escalofríos y ni siquiera había conocido a quien tal vez se convertiría en mi patrón. De todas formas, debía esperar y tener paciencia.
Por la noche, me fue imposible dormir. Daba vueltas en la cama, escuchaba gotear la canilla del baño y el ruido de los gatos en la terraza persiguiendo hembras en celo se parecía a un lamento que me ponía la piel de gallina. Como no conciliaba el sueño, me levanté para tomar un vaso de leche tibia. Así, se hicieron las dos de la mañana cuando me quedé dormida sobre la mesa de la cocina.
Los golpes en la puerta me despertaron. Un puño firme no dejaba de azotarla. Quería levantarme y atender pero me resultaba imposible. Mi mente me decía que sí, pero mi cuerpo estaba rendido y por lo visto no era capaz de obedecer a las órdenes. El último golpe me hizo saltar de la silla. Era mi vecina, doña Juana.
Le abrí con dificultad, hasta que la llave cedió a los caprichos de la humedad y ella entró. Con cara de vinagre, me dijo:
-Son las cuatro de la mañana. Acaba de sonar mi teléfono. Me llamó una señora, preguntando por Ud. Y dijo que es por un empleo. Un tal Álvarez Toledo la espera a las seis y media en punto.
Me quedé sin palabras, e intenté enmendar la molestia ofreciéndole unos mates a mi vecina. Ella dio un portazo y se fue, enfundada en una vieja bata rosa.
Miré el reloj con desconfianza. Eran las cuatro y diez. Debía bañarme, vestirme y con suerte tomar el primer colectivo hasta la plaza principal, de ahí el segundo hasta la casa de mi futuro empleador.
A las seis y veinticinco estaba allí. La misma mujer que me había entrevistado me llevó por una escalera caracol hasta un cuarto atestado de libros viejos y un olor a humedad que me recordaba a los museos. La vieja, me dio una lista interminable de instrucciones y me dejó con varios elementos de limpieza encerrada en aquel lugar donde la luz sólo ingresaba por una mínima claraboya.
Un poco ansiosa y con la intriga que me carcomía los huesos, por no haber conocido aún a Don Zacarías, me puse a limpiar el cuarto, a desempolvar la mugre de cada libro y a sacar con un plumero la colección de telarañas que colgaban de las paredes. Los estantes de esa biblioteca se ramificaban hasta el techo y no dejaban ni un espacio libre. Sentía ese profundo hedor que a menudo se confundía con la humedad. En cada rincón de la habitación, salía un olor como a podrido, o quizás a un alimento en mal estado.
Al llegar el mediodía, la vieja casera me abrió la puerta y entró para hablarme. Yo seguía entretenida con la mugre acumulada de ese lugar, lustrando unos viejos candelabros de bronce.
-Bueno, supongo que ya habrá terminado con la limpieza-me dijo con una mueca de antipatía.
-Sí, señora. Dígame por donde sigo.
-No. Eso es todo. El señor Álvarez Toledo me dio órdenes estrictas de que limpie ese cuarto solamente. Él se encuentra de viaje, así que yo le daré las directivas.
-Bueno, entonces será hasta mañana.
-Hasta mañana.
Así, después de diez años que me parecieron siglos, me convertí en la mucama mejor paga del escritor más famoso. Pero la duda me picaba como un insecto molesto en pleno verano. Tenía que saber quien era ese señor que pagaba mi sueldo a fin de mes y del que aún no conocía su cara.
Me habían ofrecido hospedarme en un cuarto cercano al de la casera, y tenía un buen pasar económico. Lo raro era que yo sólo limpiaba la biblioteca y ninguna habitación más. El señor Zacarías brillaba por su ausencia, y no me atrevía a preguntarle a nadie por qué aún no me lo habían presentado.
Hasta que una noche la curiosidad pudo más.
Mis pesadillas frecuentes me atormentaban y una fuerza me obligaba a saber la verdad. Me estaba jugando el empleo, si descubría algo ilegal. Pero ya no aguantaba más. Todavía en camisón y con pantuflas salí a recorrer la casa con una linterna escondida en el puño, por si alguien me descubría. La casa estaba en silencio, nadie parecía estar despierto. En realidad, yo no sabía si alguien más habitaba el lugar. Recorrí cada habitación, iluminando los rincones para ver si descubría algo extraño.
Los muebles estaban impecables, despedían un aroma a madera recién lustrada, los pisos en damero brillaban bajo la luz de mi linterna y cada objeto parecía estar en su lugar. Todo pulcro y ordenado. Pero algo me llamó la atención. El olor nauseabundo se mantenía firme, invadiéndolo todo. Con un nudo en la garganta, escuché unos pasos en la cocina y me escondí bajo la mesa hasta que el ruido se hizo lejano. Tal vez la vieja me había pescado metiendo las narices en donde nadie me llamaba. El cuerpo me temblaba y sentía unas ganas de estornudar imposibles de ocultar. Gracias a Dios, la persona, quien quiera que fuese, ya se había ido.

Al año siguiente me encontraba realizando la limpieza, como todos los días, cuando una baldosa floja me hizo resbalar. Caí en un sótano profundo. Casi me quiebro una pierna pero tuve suerte, sólo fueron algunos rasguños.
Mis ojos no daban crédito a las cosas que vi. En una especie de biblioteca gigante, ordenados como si fueran libros, yacían los cadáveres de una decena de muchachas jóvenes, vestidas con sus uniformes de mucamas. En un mueble principal, un hombre vestía un traje y llevaba un par de anteojos muy elegantes. Su cuerpo estaba en descomposición y una pulsera de oro delataba la identidad de un esqueleto carcomido por las alimañas: Zacarías Álvarez Toledo.
Nunca le dije nada a nadie. Sólo supe por una vecina que la casera era la esposa del escritor y harta de sus amantes, que eran las mucamas que él mismo seleccionaba, se hizo cargo del asunto.
Ese mismo día, presenté mi renuncia.

2 comentarios:

Villa Urquiza Manda dijo...

Nuevamente me has robado tiempo, confieso que me gustan mucho tu cuentos, y que me gusta el hecho del robo, ya que ni casi dispongo de tiempo ya entre facultad y trabajo.
Pd: mi capacidad narrativa es pesima, y debo mejorarla, algun consejo???

Anónimo dijo...

Parlanchina:
Estoy esperando con ansias tu próximo cuento!!